Por Hiram Bingham.
Aunque los escritores
contemporáneos se refieren a Vitcos frecuentemente como al refugio de Manco,
la palabra Vilcapampa o Uilcapampa es más usada. Calancha dice que era una gran
extensión "que cubre catorce grados de longitud" y de más o menos
setecientas millas de ancho. Comprendía muchas tribus salvajes "del lejano
interior", que conociendo la supremacía de los incas vinieron a prestar
tributo a Manco y a sus hijos. Los manaríes y los pilcosones atravesaron cien y
doscientas leguas para visitar al monarca.
El nombre se deriva de
dos palabras quichuas que significan "la pampa en que crece el
huilca", o sea, un árbol subtropical que no vive en la zona templada. Los
diccionarios quichuas nos dicen que huilca es una medicina purgante. Una
infusión hecha de la semilla se usa como enema. También de ella se prepara un
polvo a veces llamado cohaba,
narcótico de aplicación nasal, que se inhala por las ventanillas mediante un
tubo bifurcado. Todos los escritores concuerdan en declarar que producía una
especie de intoxicación o estado hipnótico, acompañado de visiones que eran
consideradas sobrenaturales por los nativos. Se suponía que mientras estaban
bajo su influencia, los nigromantes o sacerdotes mantenían comunicaciones con
poderes invisibles, y sus incoherentes tartamudeos eran tomados como profecías
o corno revelaciones de cosas ocultas. Para tratar al enfermo, los médicos
hacían uso de la huilca para descubrir la causa de la enfermedad o la persona o
el espíritu por quien había sido hechizado el paciente.
Desde el punto de
vista de los sacerdotes y adivinos, sería evidentemente importante el sitio en
que se encontró la huilca y se usó en sus encantamientos. Mr. O. F. Cook
encontró el árbol de huilca cerca del puente de San Miguel bajo Machu Picchu.
No es entonces extraño señalar que el nombre inca del río Urubamba fuera
Vilca-mayu: el río Huilca. La pampa en este río donde crecía el árbol recibiría
posiblemente el nombre de Vilcapampa. Si se convertía en una ciudad importante,
entonces la región que la rodeaba podría pasar a llamarse Vilcapampa por ella.
Este parece ser el origen probable del nombre de la provincia. En todo caso, es
digno de señalar que los habitantes del Cuzco, viniendo río abajo en busca de
este narcótico de gran valor, debieron haber encontrado los primeros árboles no
lejos de Machu Picchu.
Como se ha dicho,
hasta hace muy poco el valle de Vilcapampa era una tierra desconocida para la
mayoría de los peruanos, inclusive para los que vivían en la ciudad del Cuzco.
Si la capital de los últimos cuatro Incas hubiese estado en una región cuyo
clima sedujese a los europeos, cuyos recursos naturales fueran suficientes para
mantener una gran población y cuyos caminos hicieran el transporte no más dificultoso
que en la mayor parte de los Andes, habría estado ocupada desde los tiempos del
capitán García hasta ahora por mestizos de habla española que se hubieran
interesado en preservar el nombre de la antigua capital inca y las tradiciones
con ella relacionadas. Sin embargo, no existía nada que llevase a visitar el
valle superior de Vilcabamba o a desear convertirlo en un sitio de residencia.
Es probable que
después que dejaron de rendir las minas de oro y antes de que la demanda de
caucho hiciera que el blanco se apoderara del valle de San Miguel, hubo un
período de unos trescientos arios en el que nadie educado en forma superior al
pastor indio corriente se aviniera a vivir en ningún sitio vecino a Puquiura o
Lucma. Y hasta que el señor Pancorbo abrió el nuevo camino a este último punto,
Puquiura era de un acceso extremadamente difícil. Nueve generaciones de indios
vivieron y murieron en la provincia de Vilcapampa entre la muerte del último
Inca reinante, Túpac Amaru, y la llegada de los primeros exploradores modernos.
Los grandes edificios de piedra construidos en el cerro de las Rosas en la
época de Manco y sus hijos se dejaron caer en la ruina. Sus techos se vinieron
abajo y desaparecieron. Los nombres de quienes vivieron allí fueron conocidos
cada vez por menor número de nativos. Hasta que no se provocó el renacimiento
de la curiosidad histórica y geográfica en el siglo XIX, nadie discurrió
buscar la capital de Manco.
Estábamos ciertos de
haber encontrado a Vitcos; sin embargo, era bastante notorio que no habíamos
ubicado aún todos los sitios que se llamaban. Vilcapampa. Los exámenes de los
escritores del siglo XVI señalan que pudo haber varios que llevaran el mismo
nombre; uno indicado por Calancha como Vilcabamba la vieja, otro también
llamado Vilcapampa por Ocampo, fundado por los españoles.
Los soldados de la
última expedición que fueron a capturar a Túpac Amaru lo ubicaban en la
montaña, en la selva desde la cual los salvajes armados de arcos y flechas
habían ido a servir a Titu Cusi cuando Rodríguez de Figueroa visitó a éste. A
cualquier costo necesitaba yo estar seguro y ver qué ruinas, si había algunas,
podían encontrarse e identificarse. Debíamos intentar el descubrimiento de
Vilcabamba.
La única ciudad que
lleva este nombre en los mapas del Perú aparece cerca de la fuente del río
Vilcabamba, no más de tres o cuatro leguas de Puquiura. Decidimos visitarla.
Encontramos que la
ciudad estaba en el límite de unas praderas altas e inclementes, a 11.750 pies
sobre el mar. Su nombre completo es San Francisco de la Victoria de Vilcabamba.
En vez de muros o ruinas incaicos, Vilcabamba tiene sesenta casas españolas
sólidamente construidas. En la época de nuestra visita estaban casi vacías,
aunque sus techos, de una paja insólitamente pesada, parecían hallarse en
buenas condiciones.
La solidez de las
casas de piedra se debió a la prosperidad de los buscadores de oro, que
vinieron a trabajar las minas de cuarzo, que fueron accesibles después de la
muerte de Túpac Amaru. En los despeñaderos rocosos de la vecindad están los
restos de las minas que se comenzaron a abrir en la época de Ocampo. El aire
actual de desolación y la ausencia de población se deben probablemente a la
decadencia de esa industria. El lugar estaba "donde los españoles que
primero descubrieron esta tierra encontraron ganados y manadas", y el
moderno Vilcabamba, por encontrarse en laderas pastosas, resulta apropiado para
"ganados y manadas". En sus lomas más abruptas se siembran papas, aunque
el valle mismo está hoy día entregado casi por entero al pastoreo. Vimos
caballos, ganado mayor y ovejas en abundancia, allí mismo donde los incas deben
haber pastoreado sus llamas y alpacas.
El hecho de que no
divisáramos de estos animales en las praderas de la altiplanicie, sino sólo
animales domésticos de origen europeo, parece indicar también que por alguna
razón esta región fue efectivamente abandonada por los propios indios. Se hace
difícil creer que si éstos hubiesen habitado continuamente aquellos valles
desde los tiempos incaicos hasta nuestros días, no encontráramos siquiera unos
cuantos de los camellos americanos aborígenes en el lugar.
El capitán Ocampo, en
su "Descripción de la Provincia de San Francisco de la Victoria de
Vilcapampa", dice: "A esta ciudad de Vilcapampa, cuando estaba recién
poblada, después de 1572, llegaron los frailes de Nuestra Señora de la Merced y
fundaron un convento. Se les dio tierra para construir y para sembrar:
edificaron una casa y una iglesia donde decían misa".
La vieja iglesia
estaba en muy mal estado, y se nos indicó que muy rara vez se decía actualmente
misa en ella.
Cuando don Pedro
Duque, de Santa Ana, nos ayudaba a identificar los sitios mencionados por
Calancha y Ocampo, dos de sus informantes señalaron un lugar llamado
Conservidayoc como una posible Vilcabamba la vieja. Don Pedro nos contó que en
1902 López Torres, que había viajado mucho por la montaña en busca de
cauchales, comunicó el descubrimiento de las ruinas de una ciudad incaica.
Todos los amigos de don Pedro nos aseguraron que Conservidayoc era un sitio
terrible de alcanzar. "Nadie vive actualmente allí". Estaba
"habitado por indios salvajes que no dejarían entrar extraños a sus
ciudades".
Cuando llegamos a
Paltaybamba, el administrador del señor Pancorbo nos confirmó lo que habíamos
oído. Nos añadió, además, que vivía en Conservidayoc un individuo llamado
Saavedra, que conocería, sin duda, todo lo referente a las ruinas, pero que era
muy enemigo de recibir visitas. La casa de Saavedra era "extremadamente
difícil de encontrar". "Nadie había ido allí recientemente y
regresado vivo." Las opiniones diferían respecto a la distancia a que se
hallaba. El señor Pancorbo mismo, aunque aceptaba haber oído decir que había
ruinas incaicas cerca de la estancia de Saavedra, nos rogó que desistiéramos"
de nuestro intento. Decía que era "un hombre muy poderoso, que tenía
muchos indios a su mando, que vivía en una gran propiedad con cincuenta siervos
y que no deseaba ser visitado por nadie". Los indios eran "de la
tribu Campa, muy hostiles y extremadamente salvajes. Envenenaban las flechas y
eran muy belicosos con los extranjeros".
Ya nuestra curiosidad
se había despertado ampliamente. Estábamos habituados a las historias
corrientes sobre las costumbres de las tribus salvajes que viven en la montaña
y cuyos servicios se hallaban en gran demanda como cosechadores de caucho.
Hablamos sabido inclusive que a los indios no les gustaba particularmente
trabajar para el señor Pancorbo, un hombre enérgico, ambicioso, que anhelaba
procurarse muchas cosas, para lo cual requería más peones que los que era fácil
conseguir. Aceptamos creer en la posibilidad de que hubiese indios en
Conservidayoc que hubieran escapado a la propiedad cauchera de San Miguel. Sin
duda, la propia vida del señor Pancorbo pudo haber estado a merced de las
flechas envenenadas. En toda la cuenca del Amazonas las tribus visitadas
impunemente por los exploradores del siglo XIX se habían hecho ahora tan
salvajes y vengativas como para matar a cualquier hombre blanco que se pusiera
a la vista.
El profesor Foote y yo
consideramos el asunto en todos sus aspectos y llegamos finalmente a la
conclusión de que en vista de los informes sobre ruinas incaicas en
Conservidayoc no podíamos acatar el consejo amistoso del plantador. Debíamos
por lo menos hacer un esfuerzo por alcanzarlas, tomando en tanto toda clase de
precauciones para evitar la enemistad del poderoso Saavedra y de sus salvajes
siervos.
Al día siguiente de
nuestra llegada a la ciudad española de Vilcabamba, el gobernador Condore,
siguiendo consejo de su principal ayudante, había reunido a los más prudentes
indios que vivían en las vecindades, incluso un anciano muy pintoresco, cuyo
nombre Cuispi Cusi era una poderosa reminiscencia de los días de Titu Cusi. Se
le explicó que ésta era una ocasión muy solemne y que se practicaba una
investigación oficial. Se sacó el sombrero, pero no el gorro tejido, y se
esforzó desplegando toda su capacidad para responder a nuestras preguntas sobre
los alrededores. Dijo que el Inca Túpac Amaru vivió en Rosaspata. No había oído
hablar de Vitcos o de Vilcapampa, la vieja, pero aceptaba que hubiese ruinas en
la montaña vecina a Conservidayoc. Parecía, sin embargo, que ni él ni ninguno
de la aldea había visitado realmente las ruinas o sus vecindades inmediatas.
Todos estuvieron contestes en que la propiedad de Saavedra se encontraba
"por lo menos a cuatro días de pesado viaje a pie por la montaña, más
allá de Pampaconas". Ninguna aldea de este nombre aparecía en los mapas
del Perú, aunque se menciona frecuentemente en documentos del siglo XVI.
Rodríguez de Figueroa dice que encontró a Titu Cusi en Bambaconas; añade más
adelante que el indio vino hasta ahí desde alguna parte de la montaña y lo
obsequió con un guacamayo y dos canastas de maníes, productos de una región cálida.
Habíamos traído las
grandes hojas del inapreciable mapa de Raimondi, que se refieren a esta
localidad. También poseíamos el nuevo mapa del sur del Perú y del norte de
Bolivia que recién publicaba la Royal Geographical Society, con un resumen de
todas las informaciones valiosas. Los indios aseguraban que Conservidayoc
quedaba en la dirección occidental desde Vilcabamba; sin embargo, en el mapa de
Raimondi todos los ríos que nacen en las montañas al oeste de la ciudad son
cortos afluentes del Apurímac y provienen del suroeste. Cavilábamos hasta qué
punto las historias sobre las ruinas de Conservidayoc iban a ser tan carentes
de fundamento como las que oímos del capataz de Huadquiña, a quien creíamos muy
fidedigno. Uno de nuestros informantes decía que la ciudad incaica se llamaba
Espíritu Pampa. ¿Terminarían las ruinas por ser puro espíritu? ¿Se
desvanecerían a la llegada de los hombres blancos armados de cámaras
fotográficas y de cintas de medir?
Aunque nadie en Vilcabamba
conocía las ruinas, informaron que en Pampaconas había indios que en realidad
estuvieron en Conservidayoc. En vista de eso, resolvimos ir inmediatamente.
Después de las
dilaciones corrientes causadas en parte por la dificultad de cazar nuestras
mulas que sacaban partido de las investigaciones históricas para desbandarse en
las praderas de la montaña, salimos finalmente de los límites de la topografía
conocida en dirección a Conservidayoc, lugar vago rodeado de misterio, tierra
de salvajes hostiles y que se decía, sin embargo, poseedora de las ruinas de
una ciudad incaica.
Nuestro primer día de
jornada fue hasta Pampaconas. Aquí y en sus vecindades el gobernador nos
manifestó que podía procurarnos guías y una media docena de acarreadores cuyos
servicios necesitaríamos en la senda de los bosques en que no era posible
emplear mulas. Como los indios se resistían a penetrar en las soledades de
Conservidayoc y también propendían a mostrarse extremadamente alarmados ante la
vista de hombres con uniforme, se dieron instrucciones a los dos gendarmes que
ahora nos acompañaban, para postergar su partida unas cuantas horas y no llegar
hasta Pampaconas con nuestras cargas hasta el anochecer. El gobernador decía
que si los indios de Pampaconas divisaban cualquier botón de metal avanzando
por los cerros, se esconderían tan efectivamente que sería imposible procurarse
ningún acarreador. En apariencia, esto se debía a su amor por la libertad, que
los llevaba a abandonar las ciudades más cómodas por una aldea fronteriza,
donde los terratenientes no los buscarían para hacer una labor forzada. En
consecuencia, antes de la llegada de tan chocantes manifestaciones de autoridad
oficial como eran nuestros gendarmes, el gobernador y su amigo Mogrovejo
propusieron ejecutar en el día un astuto plan que conseguiría los servicios de
media docena de robustos indios. Describiremos más adelante los métodos de que
se valieron.
Dejando el moderno
Vilcabamba, cruzamos el fondo chato y cenagoso de un viejo glaciar, en el cual
una de nuestras mulas se empantanó totalmente mientras andaba en busca del
suculento pasto que cubría el traicionero cenagal. Vadeando el río Vilcabamba,
que es aquí apenas un pequeño arroyo, trepamos saliendo del valle y nos
dirigimos hacia el oeste.
En lo alto del paso
nos dimos vuelta para mirar hacia atrás, y vimos una larga cadena de montañas
cubiertas de nieve que formaban torre a Vilcabamba. Las buscamos en vano en
nuestros mapas. Raimondi, seguido por la Royal Geographical Society, no deja
espacio suficiente para que exista semejante cadena entre los ríos Apurímac y
Urubamba. De acuerdo con los últimos mapas de esta región, publicados el año
anterior a la primera edición de este libro, teníamos que estar ahora nadando
en el "Gran Gritón", cerca de su confluencia con el río Pampas. En
realidad, estábamos en lo alto de un elevadísimo paso rodeado por altos picos y
ventisqueros. El misterio fue resuelto finalmente por Albert H. Boomstead,
topógrafo jefe de nuestra expedición, cuando determinó que el Apurímac y el
Urubamba se encontraban treinta millas más separados de lo que nadie había
supuesto en este punto. Nuestra inspección estaba abriendo una región
inexplorada de mil quinientas millas cuadradas de extensión, cuya existencia no
se había adivinado antes de 1911. Resultó ser una de las más grandes áreas
glaciales no descritas de Sudamérica. Sin embargo, está a menos de cien millas
del Cuzco, la principal ciudad de los Andes peruanos y sede de una universidad
que ha funcionado durante más de tres siglos. El hecho de que esta región
pudiese haber desafiado la investigación y la exploración por tan largo tiempo
muestra mejor que nada cuán sabiamente seleccionó su refugio Manco.
Mirando hacia el
occidente, vimos frente a nosotros una gran extensión solitaria de profundos
valles verdes y laderas cubiertas de bosques. Supusimos, de acuerdo con
nuestros mapas, que estábamos mirando hacia la cuenca del Apurímac; en
realidad, nos encontrábamos en el borde del valle del Pampaconas, hasta aquí no
llevado a los mapas, brazo del Cosireni, que es a su vez uno de los afluentes
del Urubamba. En lugar de estar en la cuenca del Apurímac, lo que veíamos
era... ¡otra región inexplorada que desaguaba en el Urubamba!
El "camino"
era ahora tan malo, que sólo con grandes dificultades podíamos obligar a
nuestras seguras mulas a seguirlo. Una vez tuvimos que desmontar porque la
senda bajaba por una larga, abrupta y rocosa escalera de antiguo origen
incaico. Por fin, faldeando el cerro, divisamos un solitario y pequeño
cobertizo colgado de una ladera de la montaña. Frente a él, sentadas al sol en
esteras, había dos mujeres deshojando maíz. Tan pronto como vieron que se
acercaba el gobernador interrumpieron su trabajo y comenzaron a preparar el
almuerzo. Eran cerca de las once, y no necesitaban que se les dijera que el
señor Condore y sus amigos sólo habían ingerido una taza de café desde la noche
anterior. Con el objeto de atender a los huéspedes inesperados mataron cuatro o
cinco chillones cuyes, de los que generalmente se encuentran chapoteando en el
fango del suelo en las chozas montañesas. Poco después el sabroso olor del cuy
asado y bien apaleado, cocinado en un asador giratorio, abría nuestro apetito.
Debo confesar que era
la primera vez que probaba esta delicada carne. Si no hubiera estado muy
hambriento, jamás habría conocido cuán delicioso puede ser un cuy asado. Su
carne no se diferencia de la del pichón.
Después del delicioso
almuerzo Condore y Mogrovejo se dividieron el campo que se extendía ante
nosotros y cada uno partió calladamente de una lejana propiedad a otra, en
busca de hombres para contratar como cargadores. Cuando tenían la suerte de
encontrarse con el dueño de casa en su hogar o trabajando en su pequeño pero
cultivado terreno, lo saludaban afablemente. Cuando el hombre se acercaba para
darle la mano según la costumbre india, le deslizaban inesperadamente en la
palma un sol de plata, por lo que quedaba informado de que había aceptado pago
por los servicios que ahora debía proporcionarnos. Parecía muy duro, pero era
la única manera posible de procurarse acarreadores.
Durante el periodo
incaico los indios jamás recibieron pago por su trabajo. Como se ha dicho, un
gobierno paternal velaba porque estuvieran debidamente alimentados y vestidos,
y se les daba abundante oportunidad para que se proveyeran en atención a sus
propias necesidades, o se les permitía que retiraran mercaderías de tiendas
oficiales. En la época colonial, un gobierno menos paternal sacó ventajas del
antiguo sistema, y obligó a los indios a trabajar sin preocuparse de ver que
ello no les provocara sufrimientos. De este modo, durante generaciones, los
terratenientes, respaldados por la autoridad local, obligaron a los indios a
trabajar sin una adecuada recompensa, y aun pretendían haber cumplido promesas
y convenios de pago. Los peones aprendieron que era imprudente ejecutar un
trabajo sin haber recibido antes una considerable porción de su paga. Sin
embargo, una vez aceptado dinero, sus propias costumbres y la ley de la tierra
los obligaban a cumplir los compromisos contraídos. Faltar a ellos acarreaba un
castigo legal.
En consecuencia,
cuando un infortunado indio pampaconas se encontraba con una moneda de plata en
la mano, podía deplorar su destino, pero comprendía que su servicio era
inevitable. En vano alegaba que estaba "ocupado", que sus "cosechas
necesitaban atención", que "su familia no podía quedarse sin
él", que "carecía de alimento para un viaje". Condore y
Mogrovejo estaban acostumbrados a toda clase de excusas. Consiguieron
"comprometer" a media docena de los acarreadores que necesitábamos.
Antes de anochecer alcanzamos la aldea de Pampaconas, unas cuantas chozas
diseminadas en una ladera pastosa, en una altura de diez mil pies.
En las notas de uno de
los consejeros militares del virrey don Francisco de Toledo hay una referencia
a Pampaconas como "lugar alto y frío". Esto es exacto. Sin embargo,
dudo de que la actual aldea sea la Pampaconas mencionada en los documentos de
la época de García como "una importante ciudad de los incas". No hay
ruinas en los alrededores. Las chozas están construidas hace poco, con piedra y
barro, y techadas con paja. Se encuentran ocupadas por un grupo de robustos
indios montañeses que disfrutan de una insólita libertad por parte de las
autoridades y gozan de un buen sitio para criar ovejas y cultivar papas,
situado en el borde mismo de una densa selva.
Encontramos que
existía cierta nerviosidad en la aldea, porque durante la noche anterior un
jaguar, o posiblemente un puma, vino de la selva, atacó, mató y se llevó uno de
los potrillos aldeanos. Estábamos realmente en un nuevo país.
Nos llevaron al
alojamiento de un indio rechoncho y macizo llamado Guzmán, el hombre más digno
de confianza de la aldea, que fue elegido para ser el jefe del grupo de
acarreadores que debía acompañarnos a Conservidayoc. Guzmán tenía algo de
sangre española en las venas, aunque no se jactaba de ello. Mantuvimos con él
una conversación sumamente interesante. Había estado en Conservidayoc y visto
en realidad ruinas incaicas en Espíritu Pampa. Por fin la mítica Espíritu Pampa
empezaba a cobrar en nuestra mente un aspecto de realidad, aunque tuvimos el
cuidado de recordar que otro hombre muy digno de confianza dijo haber visto
ruinas "mejores que las de 011antaitambo cerca de Huadquiña". Guzmán
.no parecía temer a Conservidayoc tanto como los otros indios, a pesar de ser
el único que había estado allí. Para alegrarlos, adquirimos una oveja gorda y
Guzmán la preparó inmediatamente para el viaje.
Hacia mediodía, en la
jornada siguiente, todos los indios acarreadores, con excepción de uno, habían
llegado, y partimos para Conservidayoc. Nos informaron que sería posible usar
las mulas en este día de viaje. San Fernando, nuestra primera paradilla, estaba
a "siete leguas" hacia abajo en el valle densamente arbolado de
Pampaconas.
n
Dejando la aldea,
trepamos la montaña tras la choza de Guzmán y seguimos un leve rastro por una
peligrosa ruta a lo largo de la cresta de la cadena. Las lluvias no habían
mejorado la senda. Nuestras mulas de silla, eran de escasa utilidad. Teníamos
que hacer casi todo el camino a pie. Debido a la lluvia y neblina heladas,
apenas divisábamos el profundo cañón que se abría a nuestros pies y hacia el
cual comenzábamos a descender a través de las nubes por una senda en zigzag muy
abrupta hasta un ardiente valle tropical. Bajo las nubes nos encontramos cerca
de un claro pequeño y abandonado. Atravesándolo y bordeando arroyuelos,
continuamos una ruta muy estrecha a lo largo de ásperas lomas en que se había
plantado maíz. Finalmente, alcanzarnos, al término de la senda de mulas, otro
pequeño claro con dos cabañas extraordinariamente primitivas, que no merecían
llamarse siquiera chozas, y... ¡éste era San Fernando! Con gran dificultad
dimos con un lugar despejado para nuestra tienda, aunque el suelo abarcaba sólo
siete pies cuadrados.
A las ocho y media de
la noche del 13 de agosto de 1911, mientras descansábamos en el suelo de
nuestra tienda, sentimos un temblor. Fue sentido también por los indios que
estaban en el refugio vecino, que, movidos por el hábito, saltaron de su frágil
estructura e hicieron grande alboroto, clamando que eso era un temblor. Aunque
se les hubiese caído el techo de paja encima, como pudo haber sucedido durante
la noche tempestuosa que siguió, no habría existido peligro, pero como estaban
acostumbrados a los muros de piedra y, a los techos de tejas rojas de las
aldeas montañesas, en donde los temblores provocan serios perjuicios, se
mostraron terriblemente nerviosos. El movimiento me pareció como un ligero
empujón de este a oeste, que duró tres o cuatro segundos. Un suave vaivén como
de mecedora hacia adelante y hacia atrás con ocho o diez vibraciones. Algunas
semanas más tarde, cerca de Huadquiña, nos detuvimos en la oficina telegráfica
de Colpani. El operador nos informó que había sentido remezones el 13 de
agosto, uno a las cinco de la tarde, que habla arrojado los libros de su mesa y
dado vuelta una caja de aisladores en una pared que corre de norte a sur.
Añadió que el temblor que nosotros sentimos fue el más ligero de los dos.
Después de una noche
lluviosa partimos de nuevo.
Nuestros acarreadores
soportaban bien más o menos cincuenta libras cada uno. Media hora de camino nos
condujo hasta Vista Alegre, otro pequeño claro en un abanico aluvial en el codo
del río. Frente a nosotros se erguía abruptamente una montaña densamente
arbolada, cuya cima se perdía en las nubes a una milla de altura. Para rodear
la montaña el río había estado fluyendo en dirección occidental; ahora volvía
gradualmente hacia el norte. De nuevo estábamos mistificados, porque, según el
mapa de Raimondi, debía haber seguido hacia el sur.
Entramos en una espesa
selva en que la estrecha senda se hacía cada vez más dificultosa para los
cargadores. Arrastrándose sobre las rocas, bajo las ramas, por resbalosos
despeñaderos, en peldaños que habían sido cortados en la tierra o en la piedra,
sobre un rastro que ni siquiera un perro habría podido seguir sin ayuda,
avanzamos lentamente bajando hacia el valle. Debido al calor, la humedad y los
frecuentes chaparrones, era ya media tarde cuando alcanzamos otro pequeño
claro, llamado Pacay pata. Aquí, en una cuesta de más o menos mil pies sobre el
río, nuestros hombres decidieron pasar la noche en un diminuto cobertizo de
seis pies de largo por cinco de ancho. El profesor Foote y yo tuvimos que cavar
un hueco en la abrupta ladera con un hacha para poder asentar nuestra tienda.
A la mañana siguiente,
no siendo retrasados por las vagancias de la recua de mulas, partimos muy
temprano. Mientras seguimos la leve y pequeña senda a través de las quebradas
tributarias del río Pampaconas, tuvimos que hacer insólitas ascensiones y
bajadas. Dos veces debimos cruzar las corrientes del río sobre puentes
primitivos que consistían sólo en unos cuantos troncos amarrados que
descansaban en resbaladizos peñascos. Los acarreadores sufrían por el calor y
se les hacía más y más difícil conducir sus bultos.
Alrededor de la una de
la tarde nos hallamos en una pequeña planicie que estaba a unos cuatro mil
quinientos pies. Dentro de un denso bosque rodeado por vallas de helechos
arborescentes, lianas y enmarañados matorrales, a través de los cuales era
imposible ver más allá de unos pocos pies, Guzmán nos dijo que debíamos
detenernos y descansar un poco, ya que nos encontrábamos en el territorio de
los salvajes que conocían sólo los preceptos de Saavedra y rechazaban toda
intrusión. Guzmán no parecía particularmente temeroso, pero nos indicó que
debíamos mandar adelante a uno de nuestros cargadores para prevenir a los
salvajes de que veníamos en una misión amistosa y no en busca de recogedores de
caucho. De otro modo, podían atacarnos y huir y desaparecer en el bosque.
Añadió que jamás encontraríamos las ruinas sin la ayuda de ellos. El acarreador
elegido para marchar adelante no confiaba en absoluto en su misión. Dejando su
bulto, avanzó muy callada y cautelosamente por el sendero y se perdió de vista
casi inmediatamente. Pasó una media hora de nerviosidad mientras esperábamos
cavilando qué actitud tendrían con nosotros los salvajes y tratando de
imaginarnos al potentado Saavedra, a quien se describía sentado en medio de un
lujo asiático, "rodeado por cincuenta sirvientes y dirigiendo sus esbirros
para controlar nuestro avance".
De repente nos
sobresaltamos con el crujir de las ramas y los pasos de un hombre que corría.
Levantando los rifles para estar prontos a lo que pudiera ocurrir, vimos
irrumpir entre los árboles a un joven mestizo peruano de agradable rostro,
ataviado en forma bastante convencional, que venía a nombre de Saavedra, su
padre, a ofrecernos apresuradamente ... una cordial bienvenida. Parecía apenas
creíble, pero una mirada a su rostro nos mostró que no escondía ninguna celada.
Con un suspiro de alivio comprendimos que no habría lluvia de flechas
envenenadas desde las impenetrables espesuras. Reuniendo nuestras cargas,
continuamos por el rastro de la selva a través de bosques que se iban haciendo
gradualmente más elevados, profundos y obscuros, hasta que por fin divisamos
luz de sol ante nosotros, y, para nuestro inmenso asombro, el verde brillante
de las cañas de azúcar mecidas por el viento. Unos minutos de caminata a través
de los cañaverales nos condujeron hasta un rancho grande y confortable, donde
fuimos sencilla y modestamente acogidos por el propio Saavedra. ¡Nunca había
tenido la suerte de encontrar a un individuo de aire tan agradable y pacífico!
Miramos furtivamente a nuestro alrededor en busca de sus cincuenta siervos,
pero todo lo que vimos fue a su esposa india, de aire bondadoso, tres o cuatro
niños y una sirvienta de ojos salvajes, sin duda la única bárbara que estaba a
la vista. Preguntamos a nuestro huésped el nombre de sus posesiones. Nos repuso
que algunos las llamaban Jesús María, porque eso era lo que exclamaban al
verlas, pero que él mismo las había bautizado con el híbrido nombre de
Conservidayoc, porque era una manera de que él conservara la vida. La palabra
significaba "sitio en que se puede vivir libre de daño".
Es difícil describir
nuestros sentimientos mientras recibíamos la invitación de Saavedra de
conducirnos como en nuestra casa y nos sentábamos ante una suculenta comida de
pollo hervido, arroz y cazabe dulce (mandioca). Saavedra nos dio a entender que
no sólo podíamos compartir todo lo que tuviese, sino que haría cuanto estuviera
de su parte para permitirnos ver las ruinas. Nos informó que estaban en
Espíritu Pampa, a cierta distancia valle abajo, y que sólo podían alcanzarse a
través de un duro trayecto, posible sólo para los descalzos mestizos, pero casi
intransitable para nosotros, a menos que decidiéramos hacer una buena parte de
la distancia a gatas.
La plantación de
Saavedra, siendo rica en humus, producía mayor cantidad de caña de azúcar que
la que podía molerse. Además, poseía bananeros, cafetales, camotes, tabaco y
maní. En vez de ser "un poderoso jefe con muchos indios a su mando"
—una especie de Poo-Bah—, Saavedra era simplemente un cultivador avanzado en la
selva. En las profundas soledades, lejos de cualquier vecino, rodeado por una
densa jungla y por unos cuantos salvajes, había establecido su hogar. No era un
potentado indio, sino sólo un colono de la frontera, de voz suave y enérgica,
carpintero y mecánico ingenioso, peruano modesto del mejor tipo.
Cerca del trapiche de
la plantación había algunas interesantes jarras grandes, indudablemente
incaicas, que Saavedra usaba en el proceso de hervir el jugo para extraer el
azúcar. Dijo que las había encontrado en el bosque, a no mucha distancia.
Cuatro de ellas eran del tipo común aribalo; otra de forma bastante parecida,
con boca ancha, base puntiaguda, incisiones por una sola cara, un agarradero en
forma de cabeza convencional de animal a un costado y asas en forma de bandas
pegadas verticalmente bajo la línea media. Aunque con capacidad para más de
diez galones, esta enorme vasija podía acarrearse en la espalda y hombros por
medio de una cuerda que pasaba a través de las asas y alrededor del agarradero.
Saavedra dijo que había encontrado cerca de su casa varias cajas cistes en
forma de botella, revestidas de piedras, con una losa lisa en la parte de
arriba, evidentemente antiguas tumbas. Los huesos habían desaparecido
totalmente. La cubierta de una de estas sepulturas estaba taladrada y el
agujero cubierto con una delgada hoja de plata golpeada.
También encontró unos
cuantos utensilios de piedra y dos o tres hachas incaicas de bronce. Los
bronces y la cerámica nos revelaron elocuentemente, sin dejar lugar a duda, que
los incas vivieron en esta húmeda selva.
Abandonamos finalmente
Conservidayoc por la senda que el hijo de Saavedra y nuestros indios habían
estado despejando. Emergimos desde una espesura cerca de un promontorio en que
había una hermosa vista hacia el valle bajo, y particularmente la de un abanico
aluvial densamente arbolado que caía inmediatamente a nuestros pies, la aldea
india de Espíritu Pampa. Allí había dos o tres claros ST los pequeños ranchos
ovalados de los salvajes.
En lo alto del
promontorio estaban las ruinas de un pequeño edificio rectangular, de piedra
tosca, probablemente una torre de observación. Nuestra senda siguió por una antigua
escalera de piedra de unos cuatro pies de ancho con más o menos un tercio de
milla de largo. Estaba construida de cantos sin pulir. Posiblemente se trataba
de una obra de los soldados de Titu Cusi, cuyo deber principal era vigilar de
lo alto del promontorio. Llegamos al claro más importante en el preciso momento
en que estalló un chubasco de lluvia y truenos. Las chozas estaban vacías;
vacilamos antes de entrar en el hogar de un salvaje sin ser invitados, pero el
terrible chaparrón venció nuestros escrúpulos, si no nuestra nerviosidad. El
rancho tenía techo de dos aguas muy agudo, formado por pequeños troncos
enterrados en el suelo y amarrados con lianas. Un pequeño fuego había estado
ardiendo en el suelo. Cerca de los rescoldos vimos dos ollas negras de origen
incaico de varios cientos de años.
En el pequeño claro
crecían desordenadamente cazabe, coca y camotes entre troncos de árboles
chamuscados y caídos. A corta distancia aparecían las ruinas de dieciocho o
veinte casas circulares arregladas en un grupo irregular. Nos preguntamos si
ésta podía ser la "ciudad inca" de que informó López Torres. Parecía
probable que representaran las mansiones de los fieros antis, a quienes
Rodríguez de Figueroa vio con Titu Cusi.
Mientras cavilábamos
sobre si los incas mismos vivieron aquí alguna vez, apareció súbitamente la
figura desnuda de un joven y robusto salvaje armado con un poderoso arco y
largas flechas y que llevaba un cinturón de bambú. Había estado cazando y nos
mostró un pájaro muerto por él. Poco después entraron dos salvajes adultos que
habíamos encontrado en casa de Saavedra, acompañados por un amigo turnio. Todos
llevaban largas túnicas. Ofrecieron guiarnos a otras ruinas, pero nos resultaba
muy difícil seguir su rápido paso. Después de media hora de arrastrarnos a
través de la selva, llegamos a una terraza natural en las orillas de un pequeño
tributario del Pampaconas. Lo llamaban Pampa Eromboni. Aquí descubrimos varias
terrazas artificiales y los toscos cimientos de un edificio rectangular de 192 pies
de largo. Los muros eran sólo de un pie de altura. A la vista había muy poco
material de edificación. En apariencia, jamás se completó la estructura. Cerca
estaba una típica fuente india con tres surtidores. Doscientas yardas más allá
del sitio en que se reunían los acarreadores de agua, escondidos tras una
cortina de lianas colgantes y de espesura tan densa que no dejaban ver más allá
de unos pocos pies en cualquier dirección, los salvajes nos mostraron las
ruinas de un grupo de casas incaicas, cuyos muros aun se levantaban en buenas
condiciones. Las paredes eran de piedras toscas sujetas con adobes. Como
algunas de las edificaciones incas de 011antaitambo, los dinteles de las
puertas estaban hechos de tres o cuatro angostos bloques sin cortar. Bajo una terraza
de frente de piedra se encontraba encerrada en parte una fuente con un caño
también de piedra y una cuenca forrada igualmente en este material. Las formas
de las casas, su arreglo general, los nichos, las clavijas de piedra y
dinteles, todo señalaba la existencia de constructores incas. Recogimos en los
edificios varios fragmentos de cerámica incaica.
Al siguiente día,
conducidos por el dinámico y joven hijo de Saavedra, los salvajes y nuestros
acarreadores continuaron aclarando cuanto era posible la enmarañada vegetación
de la Pampa Eromboni, cerca de las mejores ruinas. Durante esta operación, con
gran sorpresa no sólo nuestra, sino también de los salvajes, toparon
inmediatamente debajo de la pequeña fuente en que habíamos estado el día, anterior,
con las ruinas muy bien conservadas de dos edificios incaicos de construcción
muy superior, bien terminados, con clavijas de piedra y nichos simétricamente
dispuestos. Estas casas se levantaban solitarias en una pequeña terraza. En
ellas había fragmentos de cerámica característicos.
Nada da mejor idea de
la densidad de esa selva que el hecho de que los propios salvajes hubiesen
estado a menudo a cinco pies de distancia de estas hermosas murallas, sin haber
advertido su existencia.
Estimulados por este
importante descubrimiento de las mejores ruinas incaicas encontradas en el
valle, continuamos la búsqueda. Pero lo único que alguien pudo hallar fue un
puente de piedra cuidadosamente construido. El hijo de Saavedra interrogó
prolijamente a los salvajes, los cuales dijeron que no sabían de otras ruinas.
Me pareció que había
razón para creer que las ruinas encontradas eran las de una de las residencias
favoritas de Titu Cusi. Puede haber sido el lugar desde el cual viajó para
encontrar a Rodríguez, en 1565.
Las casas •eran del
modelo incaico más reciente, no• del tipo que requería largo tiempo de
construcción. Los edificios sin terminar pueden haber estado en labor durante
la última parte del reinado de Titu Cusi.
¿Quién construyó los
mejores edificios de la Pampa Eromboni? ¿Sería éste el Vilcabamba viejo del
padre Calancha, aquella "Universidad de la Idolatría", en que vivían maestros
que eran hechiceros y profesores de la abominación, el sitio al cual fueron
Fray Marcos y Fray Diego con tantos sufrimientos? ¿Existía primitivamente en
esta senda un lugar llamado Ungacacha, que los frailes tuvieron que vadear,
divirtiendo a Titu Cusi por la forma en'-que se sujetaban los hábitos
monásticos en el agua? Lo llamaron un "viaje de tres días en un suelo
áspero". Calancha habla de Puquiura como si estuviese "a dos largos
días de viaje desde Vilcabamba"; era un "áspero suelo", sin
duda, pero tardamos cinco días en ir de Espíritu Pampa a Puquiura.
No parece razonable
suponer que el Sacerdote y las Vírgenes del Sol (el personal de la Universidad
de la Idolatría), que huyeron del frío Cuzco con Manco .y se establecieron
junto a él en algún sitio dentro de la seguridad de Vilcabamba, se hubiesen
sentido atraídos por vivir en este ardiente valle. La diferencia de clima es
tan grande como entre Escocia y Egipto. No habrían encontrado en Espíritu Pampa
el alimento que les agradaba. Además, podrían tener la reclusión y seguridad
que ansiaban igualmente en varias otras partes de la provincia, junto con un
clima fresco y fortificante y alimentos parecidos a los que estaban acostumbrados
a consumir. Finalmente, Calancha dice que "Vilcabamba la vieja" era
"la; mayor ciudad" de la provincia, término apenas aplicable a nada
de aquí.
Por otra parte,
parecía no haber duda acerca de que la Pampa Eromboni y el valle de Pampaconas
cumplían los requisitos del lugar llamado Vilcabamba por los compañeros del
capitán García. Hablaban de él como de la ciudad y el valle hacia los cuales
escapó Túpac Amaru, el último Inca, después que sus fuerzas perdieron la
"joven fortaleza"' de Vitcos.
En 1572, cuando el
capitán García emprendió la persecución de Túpac Amaru, el Inca huyó
"tierra adentro hacia el valle de Simaponte..., al país de los indios
manaríes, tribu belicosa, en donde había balsas y •canoas dispuestas para
salvarlo y que les permitieron escapar". Ahora no hay valle en esta
vecindad llamada Simaponte. Los manarles viven en las orillas del bajo
Urubamba. Para alcanzar a su país, Túpac Amaru probablemente descendió el
Pampaconas. Desde Espíritu Pampa hasta la navegación de canoas sólo habría un
corto viaje. Es evidente que sus amigos, los que le ayudaron a escapar, eran
hombres de las canoas. El capitán García ofrece una narración de la persecución
de Túpac Amaru, en la cual dice que, no amedrentado por los peligros de la
selva o del río, él (García) construyó cinco balsas, en que puso a algunos de
sus soldados, y, acompañándolos personalmente, bajaron la corriente, teniendo
muchas veces que escapar a nado de la muerte, hasta que llegaron a un sitio
llamado Momori, sólo para descubrir que el Inca, conociendo su aproximación, se
había internado en el bosque. Sin que nada lo detuviera, García lo persiguió,
aunque tanto él como sus hombres tenían que ir ahora a pie y descalzos, sin
comer prácticamente nada, ya que sus provisiones se habían perdido en el río,
hasta que finalmente- cazaron a Túpac y a sus secuaces. Fue un trágico fin para
la terrible cacería, duro para el hombre blanco y fatal para los indios.
Si Túpac Amaru
compartió con los indios amazónicos una delicadeza como es la carne de mono,
que no consumen los serranos, es un punto que se presta a la duda. Garcilaso
dice que Túpac Amaru prefirió confiarse en manos de los españoles "antes
que perecer de hambre". Sus aliados indios vivían bien en una región en
donde abundan los monos. No es de creer .que hubieran permitido que el capitán
García capturase al Inca si hubieran podido alimentar a Túpac con la comida que
ellos acostumbraban ingerir.
En todo caso, nuestras
investigaciones parecían señalar la probabilidad de que este valle hubiese sido
una parte importante del dominio de los últimos incas. Habría resultado
agradable ir más adelante; pero los acarreadores estaban ansiosos por regresar
a Pampaconas. Aunque no tenían que comer carne de mono, temían a los salvajes y
se mostraban nerviosos por el uso que estos últimos podían hacer de sus
poderosos arcos y largas flechas.
En Conservidayoc,
Saavedra se tomó bondadosamente la molestia de hacernos azúcar. Vació la melaza
en moldes cortados, en un pequeño tronco de madera. En algunos de ellos su hijo
colocó puñados de maníes agradablemente tostados. El resultado fue una ración
de emergencia que saboreamos en el viaje de retorno.
En San Fernando
encontramos las mulas de carga al día siguiente, en medio de continuadas
lluvias torrenciales. Trepamos, saliendo del alto valle, hasta las elevadas
alturas de Pampaconas. Estábamos mojados con la transpiración y empapados con
la lluvia. Había nevado cerca de la aldea. Nuestros dientes chocaban como
castañuelas. El profesor Foote inmediatamente aprovechó la fogata de la mujer
de Guzmán y llenó la tetera. Es de dudar que un conjunto más miserable, helado,
húmedo y andrajoso hubiese llegado jamás a la choza de Guzmán. De todos modos,
nada ha resultado más sabroso que aquel humeante y dulce té.
El Aobamba.
Sabíamos que los
indios se habían refugiado en la cordillera de Vilcabamba y pensábamos que
estaban ya descubiertos e identificados los sitios mencionados en las crónicas,
por lo menos en su mayoría, pero era necesario abarcar la región tan cabalmente
como nos fuera posible, para convertir la duda en seguridad. Para eso pedí a
uno de nuestros jóvenes ingenieros que hiciese un reconocimiento topográfico y
arqueológico del valle del Aobamba, inexplorado hasta entonces. El ayudante de
topógrafo Heald se propuso llenar este programa desde la desembocadura del
valle hasta la confluencia de los ríos Aobamba y Urubamba. Las dificultades
fueron casi insuperables.
Aunque el trabajo
parecía fácil hasta donde podíamos verlo desde la entrada del valle, descubrió
que a cuatro millas de la boca de éste, por el serpenteante arroyo, la selva se
hacía casi impenetrable, carecía de rastros y el follaje resultaba tan denso,
que era imposible toda observación. Durante una tarde de duro trabajo, con
cuatro o cinco hombres a sus órdenes, sólo consiguió avanzar una milla.
Había poco interés
arqueológico en la porción del valle que Heald logró alcanzar. Bastante
inesperadamente, sin embargo, conseguí dominar las alturas del valle unos diez
días después y descubrir algunas ruinas interesantes. He aquí lo que pasó.
Don Tomás Alvistur, de
Huadquiña, entusiasta arqueólogo aficionado, se mostró interesado en nuestros
trabajos y redobló su interés cuando encontró que algunos de sus indios
conocían tres localidades en las cuales había ruinas incaicas no visitadas
previamente por hombres blancos, según afirmaban ellos mismos.
Me invitó don Tomás a
que lo acompañara en una visita a esos tres grupos de ruinas, pero cuando llegó
el momento se encontró con que "sus compromisos comerciales" le
impedían hacer otra cosa que acompañarme parte del camino hacia el primer
grupo. Se dio la molestia, sin embargo, de procurarse tres guías indios y acarreadores
y ordenarles que me llevasen el instrumental indispensable por aquellos sitios
en que las mulas de carga no pueden avanzar y conducirme a salvo hasta las tres
ruinas y de retorno.
Al término del primer
día nos hallábamos en lo alto de una cresta entre los valles del Aobamba y del
Salcantay, a unos cinco mil pies sobre la hacienda de Huadquiña de que habíamos
partido. Allí descubrimos algunas ruinas y dos o tres, chozas modernas.
Los indios dijeron que
el lugar se llamaba Llacta Pata, pero éste es un término descriptivo, puesto
que pacta significa ciudad, y pata, altura. Nos pareció que algunos jefes
incas habían construido aquí sus hogares, y que el plan abarcaba unas diez o
doce edificaciones. En las ruinas veíamos construcciones de piedra tosca fijada
con arcilla, con la disposición simétrica corriente de las puertas y de los
nichos. Es muy posible que la edificación fuera de uno de los capitanes de
Manco. Ocupaba un lugar estratégico.
A la mañana siguiente
cruzamos un elevado portezuelo y descendimos rápidamente por un valle de
abruptas laderas que contenía uno de los afluentes superiores del Aobamba. Las
laderas inferiores estaban cubiertas por densas espesuras, Hacia las dos de la
tarde llegamos al fondo del valle, en un punto en el cual se unen varios
pequeños afluentes para formar el brazo occidental más importante del Aobamba.
El sitio se llama Palcay.
Aquí había dos o tres
chozas, una de ellas ubicada en una fortaleza muy interesante, a la que los
indios dieron el nombre quichua de ciudad, Llacta. Como la ubicación de este
fuerte en el fondo del valle no era fácilmente defendible, un muro de doce pies
de altura, más o menos, rodeaba el grupo cuadrangular de casas. Las
características de los edificios eran típicamente incaicas.
El castillo, si es
posible darle este nombre, alcanzaba unos ciento cuarenta y cinco pies en
cuadro y estaba dividido, por dos angostas calles en cruz, en cuatro partes
iguales. Dos de estas partes habían sido terminadas y consistían en cinco casas
dispuestas en torno a un patio conforme al hábito simétrico. La parte tercera
estaba casi completa, mientras la cuarta tenía sólo los comienzos de dos o tres
casas. Cada una de las cuatro partes poseía una sola puerta en el lado norte.
Los mosquitos eran tan agresivos, que hicieron muy molesta la tarea de medir
las ruinas para trazar un mapa de ellas.
El rasgo más notable
de esta fortaleza incaica es que las calles corren de norte a sur y de este a
oeste, siguiendo exactamente los puntos cardinales. Estas ruinas se hallan en
el hemisferio sur, en donde no es visible la estrella polar del norte. Sin
embargo, la calle correspondiente sigue el meridiano exacto. ¿Cómo lo habían
podido hacer?
Al día siguiente nos
hallábamos cerca de las ruinas de una aldea. Juzgando por su apariencia
primitiva, no podía ser sitio de mucha importancia y era imposible decir si
había sido o no ocupado desde la conquista española. El guía no nos dio nombre,
o bien no pudimos entender el que dijo.
Después de avanzar con
gran dificultad en la senda montañosa cubierta de nieve, descendimos a un nuevo
valle, precisamente al anochecer, y descubrimos que nos hallábamos en uno de
los brazos superiores del río Chamana, afluente del Urubamba. Allí había varios
grupos de ruinas incaicas no señaladas en ningún mapa. Estas ruinas pueden
haber estado en la mente de los indios que informaron a don Tomás Alvistur en
Huadquiña, cuando dijeron que podían mostrarnos "tres que nunca habían
sido visitadas antes por hombres blancos".
En el deseo de ahorrar
todo el suelo del valle superior que fuera posible para el uso agrícola, los
indios habían enderezado cerca de las ruinas el lecho de un arroyo tortuoso,
haciéndolo correr por un canal que estaba forrado en piedra. Merced a esto, el
arroyo corre prácticamente en línea recta a lo largo de unos tres cuartos de
milla.
Este viaje produjo, en
realidad, excelentes resultados en el descubrimiento de ruinas no descritas
hasta aquí, y ofreció mayores pruebas de la ocupación incaica de todos los
terrenos aprovechables en la cordillera de Vilcabamba. Sin embargo, aun no
habíamos identificado Vilcapampa, "La ciudad principal de Manco y sus
hijos".
Del libro Machu Picchu, la ciudad perdida de los incas.
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