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lunes, 5 de septiembre de 2011

Machu Picchu: AL ENCUENTRO DE VILCAPAMPA



Por Hiram Bingham.

Aunque los escritores contemporáneos se refieren a Vitcos frecuentemente como al refu­gio de Manco, la palabra Vilcapampa o Uilcapampa es más usada. Calancha dice que era una gran extensión "que cubre catorce grados de longitud" y de más o menos setecientas millas de ancho. Comprendía muchas tribus salvajes "del lejano interior", que conociendo la supremacía de los incas vinieron a prestar tributo a Manco y a sus hijos. Los manaríes y los pilcosones atravesaron cien y doscientas leguas para visitar al monarca.

El nombre se deriva de dos palabras quichuas que significan "la pampa en que crece el huilca", o sea, un árbol subtropical que no vive en la zona templada. Los diccionarios quichuas nos dicen que huilca es una medicina purgante. Una infusión hecha de la semilla se usa como enema. También de ella se prepara un polvo a veces llamado cohaba, narcótico de aplicación nasal, que se inhala por las ventanillas mediante un tubo bifurcado. Todos los escritores concuerdan en declarar que producía una especie de intoxicación o estado hipnótico, acompañado de visiones que eran consideradas sobrenaturales por los nativos. Se suponía que mientras estaban bajo su influencia, los nigromantes o sacerdotes mantenían comunicaciones con poderes invisibles, y sus incoherentes tartamudeos eran tomados como profecías o corno revelaciones de cosas ocultas. Para tratar al enfermo, los médicos hacían uso de la huilca para descubrir la causa de la enfermedad o la persona o el espíritu por quien había sido hechizado el paciente.

Desde el punto de vista de los sacerdotes y adivinos, sería evidentemente importante el sitio en que se encontró la huilca y se usó en sus encantamientos. Mr. O. F. Cook encontró el árbol de huilca cerca del puente de San Miguel bajo Machu Picchu. No es entonces extraño señalar que el nombre inca del río Urubamba fuera Vilca-mayu: el río Huilca. La pampa en este río donde crecía el árbol recibiría posiblemente el nombre de Vilcapampa. Si se convertía en una ciudad importante, entonces la región que la rodeaba podría pasar a llamarse Vilcapampa por ella. Este parece ser el origen probable del nombre de la provincia. En todo caso, es digno de señalar que los habitantes del Cuzco, viniendo río abajo en busca de este narcótico de gran valor, debieron haber encontrado los primeros árboles no lejos de Machu Picchu.

Como se ha dicho, hasta hace muy poco el valle de Vilcapampa era una tierra desconocida para la mayoría de los peruanos, inclusive para los que vivían en la ciudad del Cuzco. Si la capital de los últimos cuatro Incas hubiese estado en una región cuyo clima sedujese a los europeos, cuyos recursos naturales fueran suficientes para mantener una gran población y cuyos caminos hicieran el transporte no más dificultoso que en la mayor parte de los Andes, habría estado ocupada desde los tiempos del capitán García hasta ahora por mestizos de habla española que se hubieran interesado en preservar el nombre de la antigua capital inca y las tradiciones con ella relacionadas. Sin embargo, no existía nada que llevase a visitar el valle superior de Vilcabamba o a desear convertirlo en un sitio de residencia.

Es probable que después que dejaron de rendir las minas de oro y antes de que la demanda de caucho hiciera que el blanco se apoderara del valle de San Miguel, hubo un período de unos trescientos arios en el que nadie educado en forma superior al pastor indio corriente se aviniera a vivir en ningún sitio vecino a Puquiura o Lucma. Y hasta que el señor Pancorbo abrió el nuevo camino a este último punto, Puquiura era de un acceso extremadamente difícil. Nueve generaciones de indios vivieron y murieron en la provincia de Vilcapampa entre la muerte del último Inca reinante, Túpac Amaru, y la llegada de los primeros exploradores modernos. Los grandes edificios de piedra construidos en el cerro de las Rosas en la época de Manco y sus hijos se dejaron caer en la ruina. Sus techos se vinieron abajo y desaparecieron. Los nombres de quienes vivieron allí fueron conocidos cada vez por menor número de nativos. Hasta que no se provocó el renacimiento de la cu­riosidad histórica y geográfica en el siglo XIX, nadie discurrió buscar la capital de Manco.

Estábamos ciertos de haber encontrado a Vitcos; sin embargo, era bastante notorio que no habíamos ubicado aún todos los sitios que se llamaban. Vilcapampa. Los exámenes de los escritores del siglo XVI señalan que pudo haber varios que llevaran el mismo nombre; uno indicado por Calancha como Vilcabamba la vieja, otro también llamado Vilcapampa por Ocampo, fundado por los españoles.

Los soldados de la última expedición que fueron a capturar a Túpac Amaru lo ubicaban en la montaña, en la selva desde la cual los salvajes armados de arcos y flechas habían ido a servir a Titu Cusi cuando Rodríguez de Figueroa visitó a éste. A cualquier costo necesitaba yo estar seguro y ver qué ruinas, si había algunas, podían encontrarse e identificarse. Debíamos intentar el descubrimiento de Vilcabamba.

La única ciudad que lleva este nombre en los mapas del Perú aparece cerca de la fuente del río Vilcabamba, no más de tres o cuatro leguas de Puquiura. Decidimos visitarla.

Encontramos que la ciudad estaba en el límite de unas praderas altas e inclementes, a 11.750 pies sobre el mar. Su nombre completo es San Francisco de la Victoria de Vilcabamba. En vez de muros o ruinas incaicos, Vilcabamba tiene sesenta casas españolas sólidamente construidas. En la época de nuestra visita estaban casi vacías, aunque sus techos, de una paja insólitamente pesada, parecían hallarse en buenas condiciones.

La solidez de las casas de piedra se debió a la prosperidad de los buscadores de oro, que vinieron a trabajar las minas de cuarzo, que fueron accesibles después de la muerte de Túpac Amaru. En los despeñaderos rocosos de la vecindad están los restos de las minas que se comenzaron a abrir en la época de Ocampo. El aire actual de desolación y la ausencia de población se deben probablemente a la decadencia de esa industria. El lugar estaba "donde los españoles que primero descubrieron esta tierra encontraron ganados y manadas", y el moderno Vilcabamba, por encontrarse en laderas pastosas, resulta apropiado para "ganados y manadas". En sus lomas más abruptas se siembran papas, aun­que el valle mismo está hoy día entregado casi por entero al pastoreo. Vimos caballos, ganado mayor y ovejas en abundancia, allí mismo donde los incas deben haber pastoreado sus llamas y alpacas.

El hecho de que no divisáramos de estos animales en las praderas de la altiplanicie, sino sólo animales domésticos de origen europeo, parece indicar también que por alguna razón esta región fue efectivamente abandonada por los propios indios. Se hace difícil creer que si éstos hubiesen habitado continuamente aquellos valles desde los tiempos incaicos hasta nuestros días, no encontráramos siquiera unos cuantos de los camellos americanos aborígenes en el lugar.

El capitán Ocampo, en su "Descripción de la Provincia de San Francisco de la Victoria de Vilcapampa", dice: "A esta ciudad de Vilcapampa, cuando estaba recién poblada, después de 1572, llegaron los frailes de Nuestra Señora de la Merced y fundaron un convento. Se les dio tierra para construir y para sembrar: edificaron una casa y una iglesia donde decían misa".

La vieja iglesia estaba en muy mal estado, y se nos indicó que muy rara vez se decía actualmente misa en ella.

Cuando don Pedro Duque, de Santa Ana, nos ayudaba a identificar los sitios mencionados por Calancha y Ocampo, dos de sus informantes señalaron un lugar llamado Conservidayoc como una posible Vilcabamba la vieja. Don Pedro nos contó que en 1902 López Torres, que había viajado mucho por la montaña en busca de cauchales, comunicó el descubrimiento de las ruinas de una ciudad incaica. Todos los amigos de don Pedro nos aseguraron que Conservidayoc era un sitio terrible de alcanzar. "Nadie vive actualmente allí". Estaba "habitado por indios salvajes que no dejarían entrar extraños a sus ciudades".

Cuando llegamos a Paltaybamba, el administrador del señor Pancorbo nos confirmó lo que habíamos oído. Nos añadió, además, que vivía en Conservidayoc un individuo llamado Saavedra, que conocería, sin duda, todo lo referente a las ruinas, pero que era muy enemigo de recibir visitas. La casa de Saavedra era "extremadamente difícil de encontrar". "Nadie había ido allí recientemente y regresado vivo." Las opiniones diferían respecto a la distancia a que se hallaba. El señor Pancorbo mismo, aunque aceptaba haber oído decir que había ruinas incaicas cerca de la estancia de Saavedra, nos rogó que desistiéramos" de nuestro intento. Decía que era "un hombre muy poderoso, que tenía muchos indios a su mando, que vivía en una gran propiedad con cincuenta siervos y que no deseaba ser visitado por nadie". Los indios eran "de la tribu Campa, muy hostiles y extremadamente salvajes. Envenenaban las flechas y eran muy belicosos con los extranjeros".

Ya nuestra curiosidad se había despertado ampliamente. Estábamos habituados a las historias corrientes sobre las costumbres de las tribus salvajes que viven en la montaña y cuyos servicios se hallaban en gran demanda como cosechadores de caucho. Hablamos sabido inclusive que a los indios no les gustaba particularmente trabajar para el señor Pancorbo, un hombre enérgico, ambicioso, que anhelaba procurarse muchas cosas, para lo cual requería más peones que los que era fácil conseguir. Aceptamos creer en la posibilidad de que hubiese indios en Conservidayoc que hubieran escapado a la propiedad cauchera de San Miguel. Sin duda, la propia vida del señor Pancorbo pudo haber estado a merced de las flechas envenenadas. En toda la cuenca del Amazonas las tribus visitadas impunemente por los ex­ploradores del siglo XIX se habían hecho ahora tan salvajes y vengativas como para matar a cualquier hombre blan­co que se pusiera a la vista.

El profesor Foote y yo consideramos el asunto en todos sus aspectos y llegamos finalmente a la conclusión de que en vista de los informes sobre ruinas incaicas en Conservidayoc no podíamos acatar el consejo amistoso del plantador. Debíamos por lo menos hacer un esfuerzo por alcanzarlas, tomando en tanto toda clase de precauciones para evitar la enemistad del poderoso Saavedra y de sus salvajes siervos.

Al día siguiente de nuestra llegada a la ciudad española de Vilcabamba, el gobernador Condore, siguiendo consejo de su principal ayudante, había reunido a los más prudentes indios que vivían en las vecindades, incluso un anciano muy pintoresco, cuyo nombre Cuispi Cusi era una poderosa reminiscencia de los días de Titu Cusi. Se le explicó que ésta era una ocasión muy solemne y que se practicaba una investigación oficial. Se sacó el sombrero, pero no el gorro tejido, y se esforzó desplegando toda su capacidad para responder a nuestras preguntas sobre los alrededores. Dijo que el Inca Túpac Amaru vivió en Rosaspata. No había oído hablar de Vitcos o de Vilcapampa, la vieja, pero aceptaba que hubiese ruinas en la montaña vecina a Conservidayoc. Parecía, sin embargo, que ni él ni ninguno de la aldea había visitado realmente las ruinas o sus vecindades inmediatas. Todos estuvieron contestes en que la propiedad de Saavedra se encontraba "por lo menos a cua­tro días de pesado viaje a pie por la montaña, más allá de Pampaconas". Ninguna aldea de este nombre aparecía en los mapas del Perú, aunque se menciona frecuentemente en documentos del siglo XVI. Rodríguez de Figueroa dice que encontró a Titu Cusi en Bambaconas; añade más adelante que el indio vino hasta ahí desde alguna parte de la montaña y lo obsequió con un guacamayo y dos canastas de maníes, productos de una región cálida.

Habíamos traído las grandes hojas del inapreciable mapa de Raimondi, que se refieren a esta localidad. También poseíamos el nuevo mapa del sur del Perú y del norte de Bolivia que recién publicaba la Royal Geographical Society, con un resumen de todas las informaciones valiosas. Los indios aseguraban que Conservidayoc quedaba en la dirección occidental desde Vilcabamba; sin embargo, en el mapa de Raimondi todos los ríos que nacen en las montañas al oeste de la ciudad son cortos afluentes del Apurímac y provienen del suroeste. Cavilábamos hasta qué punto las historias sobre las ruinas de Conservidayoc iban a ser tan carentes de fundamento como las que oímos del capataz de Huadquiña, a quien creíamos muy fidedigno. Uno de nuestros informantes decía que la ciudad incaica se llamaba Espíritu Pampa. ¿Terminarían las ruinas por ser puro espíritu? ¿Se desvanecerían a la llegada de los hombres blancos armados de cámaras fotográficas y de cintas de medir?

Aunque nadie en Vilcabamba conocía las ruinas, informaron que en Pampaconas había indios que en realidad estuvieron en Conservidayoc. En vista de eso, resolvimos ir inmediatamente.

Después de las dilaciones corrientes causadas en parte por la dificultad de cazar nuestras mulas que sacaban partido de las investigaciones históricas para desbandarse en las praderas de la montaña, salimos finalmente de los límites de la topografía conocida en dirección a Conservidayoc, lugar vago rodeado de misterio, tierra de salvajes hostiles y que se decía, sin embargo, poseedora de las ruinas de una ciudad incaica.

Nuestro primer día de jornada fue hasta Pampaconas. Aquí y en sus vecindades el gobernador nos manifestó que podía procurarnos guías y una media docena de acarreado­res cuyos servicios necesitaríamos en la senda de los bosques en que no era posible emplear mulas. Como los indios se resistían a penetrar en las soledades de Conservidayoc y también propendían a mostrarse extremadamente alarmados ante la vista de hombres con uniforme, se dieron instrucciones a los dos gendarmes que ahora nos acompañaban, para postergar su partida unas cuantas horas y no llegar hasta Pampaconas con nuestras cargas hasta el anochecer. El gobernador decía que si los indios de Pampaconas divisaban cualquier botón de metal avanzando por los cerros, se esconderían tan efectivamente que sería imposible procurarse ningún acarreador. En apariencia, esto se debía a su amor por la libertad, que los llevaba a abandonar las ciudades más cómodas por una aldea fronteriza, donde los terratenientes no los buscarían para hacer una labor forzada. En consecuencia, antes de la llegada de tan chocantes manifestaciones de autoridad oficial como eran nuestros gendarmes, el gobernador y su amigo Mogrovejo propusieron ejecutar en el día un astuto plan que conseguiría los servicios de media docena de robustos indios. Describiremos más adelante los métodos de que se valieron.

Dejando el moderno Vilcabamba, cruzamos el fondo chato y cenagoso de un viejo glaciar, en el cual una de nuestras mulas se empantanó totalmente mientras andaba en busca del suculento pasto que cubría el traicionero cenagal. Vadeando el río Vilcabamba, que es aquí apenas un pequeño arroyo, trepamos saliendo del valle y nos dirigimos hacia el oeste.

En lo alto del paso nos dimos vuelta para mirar hacia atrás, y vimos una larga cadena de montañas cubiertas de nieve que formaban torre a Vilcabamba. Las buscamos en vano en nuestros mapas. Raimondi, seguido por la Royal Geographical Society, no deja espacio suficiente para que exista semejante cadena entre los ríos Apurímac y Urubamba. De acuerdo con los últimos mapas de esta región, publicados el año anterior a la primera edición de este libro, teníamos que estar ahora nadando en el "Gran Gritón", cerca de su confluencia con el río Pampas. En realidad, estábamos en lo alto de un elevadísimo paso rodeado por altos picos y ventisqueros. El misterio fue resuelto finalmente por Albert H. Boomstead, topógrafo jefe de nuestra expedición, cuando determinó que el Apurímac y el Urubamba se encontraban treinta millas más separados de lo que nadie había supuesto en este punto. Nuestra inspección estaba abriendo una región inexplorada de mil quinientas millas cuadradas de extensión, cuya existencia no se había adivinado antes de 1911. Resultó ser una de las más grandes áreas glaciales no descritas de Sudamérica. Sin embargo, está a menos de cien millas del Cuzco, la principal ciudad de los Andes peruanos y sede de una universidad que ha funcionado durante más de tres siglos. El hecho de que esta región pudiese haber desafiado la investigación y la exploración por tan largo tiempo muestra mejor que nada cuán sabiamente seleccionó su refugio Manco.

Mirando hacia el occidente, vimos frente a nosotros una gran extensión solitaria de profundos valles verdes y laderas cubiertas de bosques. Supusimos, de acuerdo con nuestros mapas, que estábamos mirando hacia la cuenca del Apurímac; en realidad, nos encontrábamos en el borde del valle del Pampaconas, hasta aquí no llevado a los ma­pas, brazo del Cosireni, que es a su vez uno de los afluentes del Urubamba. En lugar de estar en la cuenca del Apurímac, lo que veíamos era... ¡otra región inexplorada que desaguaba en el Urubamba!

El "camino" era ahora tan malo, que sólo con grandes dificultades podíamos obligar a nuestras seguras mulas a seguirlo. Una vez tuvimos que desmontar porque la senda bajaba por una larga, abrupta y rocosa escalera de antiguo origen incaico. Por fin, faldeando el cerro, divisamos un solitario y pequeño cobertizo colgado de una ladera de la montaña. Frente a él, sentadas al sol en esteras, había dos mujeres deshojando maíz. Tan pronto como vieron que se acercaba el gobernador interrumpieron su trabajo y comenzaron a preparar el almuerzo. Eran cerca de las once, y no necesitaban que se les dijera que el señor Condore y sus amigos sólo habían ingerido una taza de café desde la noche anterior. Con el objeto de atender a los huéspedes inesperados mataron cuatro o cinco chillones cuyes, de los que generalmente se encuentran chapoteando en el fango del suelo en las chozas montañesas. Poco después el sabroso olor del cuy asado y bien apaleado, cocinado en un asador giratorio, abría nuestro apetito.

Debo confesar que era la primera vez que probaba esta delicada carne. Si no hubiera estado muy hambriento, jamás habría conocido cuán delicioso puede ser un cuy asado. Su carne no se diferencia de la del pichón.

Después del delicioso almuerzo Condore y Mogrovejo se dividieron el campo que se extendía ante nosotros y cada uno partió calladamente de una lejana propiedad a otra, en busca de hombres para contratar como cargadores. Cuando tenían la suerte de encontrarse con el dueño de casa en su hogar o trabajando en su pequeño pero cultivado terreno, lo saludaban afablemente. Cuando el hombre se acercaba para darle la mano según la costumbre india, le deslizaban inesperadamente en la palma un sol de plata, por lo que quedaba informado de que había aceptado pago por los servicios que ahora debía proporcionarnos. Parecía muy duro, pero era la única manera posible de procurarse acarreadores.

Durante el periodo incaico los indios jamás recibieron pago por su trabajo. Como se ha dicho, un gobierno paternal velaba porque estuvieran debidamente alimentados y vestidos, y se les daba abundante oportunidad para que se proveyeran en atención a sus propias necesidades, o se les permitía que retiraran mercaderías de tiendas oficiales. En la época colonial, un gobierno menos paternal sacó ventajas del antiguo sistema, y obligó a los indios a trabajar sin preocuparse de ver que ello no les provocara sufrimientos. De este modo, durante generaciones, los terratenientes, respaldados por la autoridad local, obligaron a los indios a trabajar sin una adecuada recompensa, y aun pretendían haber cumplido promesas y convenios de pago. Los peones aprendieron que era imprudente ejecutar un trabajo sin haber recibido antes una considerable porción de su paga. Sin embargo, una vez aceptado dinero, sus propias costumbres y la ley de la tierra los obligaban a cumplir los compromisos contraídos. Faltar a ellos acarreaba un castigo legal.

En consecuencia, cuando un infortunado indio pampaconas se encontraba con una moneda de plata en la mano, podía deplorar su destino, pero comprendía que su servicio era inevitable. En vano alegaba que estaba "ocupado", que sus "cosechas necesitaban atención", que "su familia no podía quedarse sin él", que "carecía de alimento para un viaje". Condore y Mogrovejo estaban acostumbrados a toda clase de excusas. Consiguieron "comprometer" a media docena de los acarreadores que necesitábamos. Antes de anochecer alcanzamos la aldea de Pampaconas, unas cuantas chozas diseminadas en una ladera pastosa, en una altura de diez mil pies.

En las notas de uno de los consejeros militares del virrey don Francisco de Toledo hay una referencia a Pampaconas como "lugar alto y frío". Esto es exacto. Sin embargo, dudo de que la actual aldea sea la Pampaconas mencionada en los documentos de la época de García como "una importante ciudad de los incas". No hay ruinas en los alrededores. Las chozas están construidas hace poco, con piedra y barro, y techadas con paja. Se encuentran ocu­padas por un grupo de robustos indios montañeses que disfrutan de una insólita libertad por parte de las autoridades y gozan de un buen sitio para criar ovejas y cultivar papas, situado en el borde mismo de una densa selva.

Encontramos que existía cierta nerviosidad en la aldea, porque durante la noche anterior un jaguar, o posiblemente un puma, vino de la selva, atacó, mató y se llevó uno de los potrillos aldeanos. Estábamos realmente en un nuevo país.

Nos llevaron al alojamiento de un indio rechoncho y macizo llamado Guzmán, el hombre más digno de confianza de la aldea, que fue elegido para ser el jefe del grupo de acarreadores que debía acompañarnos a Conservidayoc. Guzmán tenía algo de sangre española en las venas, aunque no se jactaba de ello. Mantuvimos con él una conversa­ción sumamente interesante. Había estado en Conservidayoc y visto en realidad ruinas incaicas en Espíritu Pampa. Por fin la mítica Espíritu Pampa empezaba a cobrar en nuestra mente un aspecto de realidad, aunque tuvimos el cuidado de recordar que otro hombre muy digno de confianza dijo haber visto ruinas "mejores que las de 011antaitambo cerca de Huadquiña". Guzmán .no parecía temer a Conservidayoc tanto como los otros indios, a pesar de ser el único que había estado allí. Para alegrarlos, adquirimos una oveja gorda y Guzmán la preparó inmediata­mente para el viaje.

Hacia mediodía, en la jornada siguiente, todos los in­dios acarreadores, con excepción de uno, habían llegado, y partimos para Conservidayoc. Nos informaron que sería posible usar las mulas en este día de viaje. San Fernando, nuestra primera paradilla, estaba a "siete leguas" hacia abajo en el valle densamente arbolado de Pampaconas.
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Dejando la aldea, trepamos la montaña tras la choza de Guzmán y seguimos un leve rastro por una peligrosa ruta a lo largo de la cresta de la cadena. Las lluvias no habían mejorado la senda. Nuestras mulas de silla, eran de escasa utilidad. Teníamos que hacer casi todo el camino a pie. Debido a la lluvia y neblina heladas, apenas divisábamos el profundo cañón que se abría a nuestros pies y hacia el cual comenzábamos a descender a través de las nubes por una senda en zigzag muy abrupta hasta un ardiente valle tropical. Bajo las nubes nos encontramos cerca de un claro pequeño y abandonado. Atravesándolo y bordeando arroyuelos, continuamos una ruta muy estrecha a lo largo de ásperas lomas en que se había plantado maíz. Finalmente, alcanzarnos, al término de la senda de mulas, otro peque­ño claro con dos cabañas extraordinariamente primitivas, que no merecían llamarse siquiera chozas, y... ¡éste era San Fernando! Con gran dificultad dimos con un lugar despejado para nuestra tienda, aunque el suelo abarcaba sólo siete pies cuadrados.

A las ocho y media de la noche del 13 de agosto de 1911, mientras descansábamos en el suelo de nuestra tienda, sentimos un temblor. Fue sentido también por los in­dios que estaban en el refugio vecino, que, movidos por el hábito, saltaron de su frágil estructura e hicieron grande alboroto, clamando que eso era un temblor. Aunque se les hubiese caído el techo de paja encima, como pudo haber sucedido durante la noche tempestuosa que siguió, no habría existido peligro, pero como estaban acostumbrados a los muros de piedra y, a los techos de tejas rojas de las aldeas montañesas, en donde los temblores provocan serios perjuicios, se mostraron terriblemente nerviosos. El mo­vimiento me pareció como un ligero empujón de este a oeste, que duró tres o cuatro segundos. Un suave vaivén como de mecedora hacia adelante y hacia atrás con ocho o diez vibraciones. Algunas semanas más tarde, cerca de Huadquiña, nos detuvimos en la oficina telegráfica de Colpani. El operador nos informó que había sentido remezones el 13 de agosto, uno a las cinco de la tarde, que habla arrojado los libros de su mesa y dado vuelta una caja de aisladores en una pared que corre de norte a sur. Añadió que el temblor que nosotros sentimos fue el más ligero de los dos.

Después de una noche lluviosa partimos de nuevo.

Nuestros acarreadores soportaban bien más o menos cincuenta libras cada uno. Media hora de camino nos condujo hasta Vista Alegre, otro pequeño claro en un abanico aluvial en el codo del río. Frente a nosotros se erguía abruptamente una montaña densamente arbolada, cuya cima se perdía en las nubes a una milla de altura. Para rodear la montaña el río había estado fluyendo en dirección occidental; ahora volvía gradualmente hacia el norte. De nue­vo estábamos mistificados, porque, según el mapa de Raimondi, debía haber seguido hacia el sur.

Entramos en una espesa selva en que la estrecha senda se hacía cada vez más dificultosa para los cargadores. Arrastrándose sobre las rocas, bajo las ramas, por resbalosos despeñaderos, en peldaños que habían sido cortados en la tierra o en la piedra, sobre un rastro que ni siquiera un perro habría podido seguir sin ayuda, avanzamos lentamente bajando hacia el valle. Debido al calor, la humedad y los frecuentes chaparrones, era ya media tarde cuando alcanzamos otro pequeño claro, llamado Pacay pata. Aquí, en una cuesta de más o menos mil pies sobre el río, nuestros hombres decidieron pasar la noche en un diminuto cobertizo de seis pies de largo por cinco de ancho. El profesor Foote y yo tuvimos que cavar un hueco en la abrupta ladera con un hacha para poder asentar nuestra tienda.

A la mañana siguiente, no siendo retrasados por las vagancias de la recua de mulas, partimos muy temprano. Mientras seguimos la leve y pequeña senda a través de las quebradas tributarias del río Pampaconas, tuvimos que hacer insólitas ascensiones y bajadas. Dos veces debimos cruzar las corrientes del río sobre puentes primitivos que con­sistían sólo en unos cuantos troncos amarrados que descansaban en resbaladizos peñascos. Los acarreadores sufrían por el calor y se les hacía más y más difícil conducir sus bultos.

Alrededor de la una de la tarde nos hallamos en una pequeña planicie que estaba a unos cuatro mil quinientos pies. Dentro de un denso bosque rodeado por vallas de helechos arborescentes, lianas y enmarañados matorrales, a través de los cuales era imposible ver más allá de unos pocos pies, Guzmán nos dijo que debíamos detenernos y descansar un poco, ya que nos encontrábamos en el territorio de los salvajes que conocían sólo los preceptos de Saavedra y rechazaban toda intrusión. Guzmán no parecía particularmente temeroso, pero nos indicó que debíamos mandar adelante a uno de nuestros cargadores para prevenir a los salvajes de que veníamos en una misión amistosa y no en busca de recogedores de caucho. De otro modo, podían atacarnos y huir y desaparecer en el bosque. Añadió que jamás encontraríamos las ruinas sin la ayuda de ellos. El acarreador elegido para marchar adelante no confiaba en absoluto en su misión. Dejando su bulto, avanzó muy callada y cautelosamente por el sendero y se perdió de vista casi inmediatamente. Pasó una media hora de nerviosidad mientras esperábamos cavilando qué actitud tendrían con nos­otros los salvajes y tratando de imaginarnos al potentado Saavedra, a quien se describía sentado en medio de un lujo asiático, "rodeado por cincuenta sirvientes y dirigiendo sus esbirros para controlar nuestro avance".

De repente nos sobresaltamos con el crujir de las ramas y los pasos de un hombre que corría. Levantando los rifles para estar prontos a lo que pudiera ocurrir, vimos irrumpir entre los árboles a un joven mestizo peruano de agradable rostro, ataviado en forma bastante convencional, que venía a nombre de Saavedra, su padre, a ofrecernos apresurada­mente ... una cordial bienvenida. Parecía apenas creíble, pero una mirada a su rostro nos mostró que no escondía ninguna celada. Con un suspiro de alivio comprendimos que no habría lluvia de flechas envenenadas desde las im­penetrables espesuras. Reuniendo nuestras cargas, conti­nuamos por el rastro de la selva a través de bosques que se iban haciendo gradualmente más elevados, profundos y obscuros, hasta que por fin divisamos luz de sol ante nos­otros, y, para nuestro inmenso asombro, el verde brillante de las cañas de azúcar mecidas por el viento. Unos minutos de caminata a través de los cañaverales nos condujeron hasta un rancho grande y confortable, donde fuimos sencilla y modestamente acogidos por el propio Saavedra. ¡Nunca había tenido la suerte de encontrar a un individuo de aire tan agradable y pacífico! Miramos furtivamente a nuestro alrededor en busca de sus cincuenta siervos, pero todo lo que vimos fue a su esposa india, de aire bondadoso, tres o cuatro niños y una sirvienta de ojos salvajes, sin duda la única bárbara que estaba a la vista. Preguntamos a nuestro huésped el nombre de sus posesiones. Nos repuso que algunos las llamaban Jesús María, porque eso era lo que exclamaban al verlas, pero que él mismo las había bautizado con el híbrido nombre de Conservidayoc, porque era una manera de que él conservara la vida. La palabra significaba "sitio en que se puede vivir libre de daño".

Es difícil describir nuestros sentimientos mientras recibíamos la invitación de Saavedra de conducirnos como en nuestra casa y nos sentábamos ante una suculenta comida de pollo hervido, arroz y cazabe dulce (mandioca). Saavedra nos dio a entender que no sólo podíamos compartir todo lo que tuviese, sino que haría cuanto estuviera de su parte para permitirnos ver las ruinas. Nos informó que estaban en Espíritu Pampa, a cierta distancia valle abajo, y que sólo podían alcanzarse a través de un duro trayecto, posible sólo para los descalzos mestizos, pero casi intransitable para nosotros, a menos que decidiéramos hacer una buena parte de la distancia a gatas.

La plantación de Saavedra, siendo rica en humus, producía mayor cantidad de caña de azúcar que la que podía molerse. Además, poseía bananeros, cafetales, camotes, tabaco y maní. En vez de ser "un poderoso jefe con muchos indios a su mando" —una especie de Poo-Bah—, Saavedra era simplemente un cultivador avanzado en la selva. En las profundas soledades, lejos de cualquier vecino, rodeado por una densa jungla y por unos cuantos salvajes, había establecido su hogar. No era un potentado indio, sino sólo un colono de la frontera, de voz suave y enérgica, carpintero y mecánico ingenioso, peruano modesto del mejor tipo.

Cerca del trapiche de la plantación había algunas interesantes jarras grandes, indudablemente incaicas, que Saavedra usaba en el proceso de hervir el jugo para extraer el azúcar. Dijo que las había encontrado en el bosque, a no mucha distancia. Cuatro de ellas eran del tipo común aribalo; otra de forma bastante parecida, con boca ancha, base puntiaguda, incisiones por una sola cara, un agarradero en forma de cabeza convencional de animal a un costado y asas en forma de bandas pegadas verticalmente bajo la línea media. Aunque con capacidad para más de diez galones, esta enorme vasija podía acarrearse en la espalda y hombros por medio de una cuerda que pasaba a través de las asas y alrededor del agarradero. Saavedra dijo que había encontrado cerca de su casa varias cajas cistes en forma de botella, revestidas de piedras, con una losa lisa en la parte de arriba, evidentemente antiguas tumbas. Los huesos habían desaparecido totalmente. La cu­bierta de una de estas sepulturas estaba taladrada y el agujero cubierto con una delgada hoja de plata golpeada.

También encontró unos cuantos utensilios de piedra y dos o tres hachas incaicas de bronce. Los bronces y la cerámica nos revelaron elocuentemente, sin dejar lugar a duda, que los incas vivieron en esta húmeda selva.

Abandonamos finalmente Conservidayoc por la senda que el hijo de Saavedra y nuestros indios habían estado despejando. Emergimos desde una espesura cerca de un promontorio en que había una hermosa vista hacia el valle bajo, y particularmente la de un abanico aluvial densamente arbolado que caía inmediatamente a nuestros pies, la aldea india de Espíritu Pampa. Allí había dos o tres claros ST los pequeños ranchos ovalados de los salvajes.

En lo alto del promontorio estaban las ruinas de un pequeño edificio rectangular, de piedra tosca, probablemente una torre de observación. Nuestra senda siguió por una antigua escalera de piedra de unos cuatro pies de ancho con más o menos un tercio de milla de largo. Estaba construida de cantos sin pulir. Posiblemente se trataba de una obra de los soldados de Titu Cusi, cuyo deber principal era vigilar de lo alto del promontorio. Llegamos al claro más importante en el preciso momento en que estalló un chubasco de lluvia y truenos. Las chozas estaban vacías; vacilamos antes de entrar en el hogar de un salvaje sin ser invitados, pero el terrible chaparrón venció nuestros escrúpulos, si no nuestra nerviosidad. El rancho tenía techo de dos aguas muy agudo, formado por pequeños troncos enterrados en el suelo y amarrados con lianas. Un pequeño fuego había estado ardiendo en el suelo. Cerca de los rescoldos vimos dos ollas negras de origen incaico de varios cientos de años.

En el pequeño claro crecían desordenadamente cazabe, coca y camotes entre troncos de árboles chamuscados y caídos. A corta distancia aparecían las ruinas de dieciocho o veinte casas circulares arregladas en un grupo irregular. Nos preguntamos si ésta podía ser la "ciudad inca" de que informó López Torres. Parecía probable que representaran las mansiones de los fieros antis, a quienes Rodríguez de Figueroa vio con Titu Cusi.

Mientras cavilábamos sobre si los incas mismos vivieron aquí alguna vez, apareció súbitamente la figura desnuda de un joven y robusto salvaje armado con un poderoso arco y largas flechas y que llevaba un cinturón de bambú. Había estado cazando y nos mostró un pájaro muerto por él. Poco después entraron dos salvajes adultos que habíamos encontrado en casa de Saavedra, acompañados por un amigo turnio. Todos llevaban largas túnicas. Ofrecieron guiarnos a otras ruinas, pero nos resultaba muy difícil seguir su rápido paso. Después de media hora de arrastrarnos a través de la selva, llegamos a una terraza natural en las orillas de un pequeño tributario del Pampaconas. Lo llamaban Pampa Eromboni. Aquí descubrimos varias terrazas artificiales y los toscos cimientos de un edificio rectangular de 192 pies de largo. Los muros eran sólo de un pie de altura. A la vista había muy poco material de edificación. En apariencia, jamás se completó la estructura. Cerca estaba una típica fuente india con tres surtidores. Doscientas yardas más allá del sitio en que se reunían los acarreadores de agua, escondidos tras una cortina de lianas colgantes y de espesura tan densa que no dejaban ver más allá de unos pocos pies en cualquier dirección, los salvajes nos mostraron las ruinas de un grupo de casas incaicas, cuyos muros aun se levantaban en buenas condiciones. Las paredes eran de piedras toscas sujetas con adobes. Como algunas de las edificaciones incas de 011antaitambo, los dinteles de las puertas estaban hechos de tres o cuatro angostos bloques sin cortar. Bajo una terraza de frente de piedra se encontraba encerrada en parte una fuente con un caño también de piedra y una cuenca forrada igualmente en este material. Las formas de las casas, su arreglo general, los nichos, las clavijas de piedra y dinteles, todo señalaba la existencia de constructores incas. Recogimos en los edificios varios fragmentos de cerámica incaica.

Al siguiente día, conducidos por el dinámico y joven hijo de Saavedra, los salvajes y nuestros acarreadores continuaron aclarando cuanto era posible la enmarañada vegetación de la Pampa Eromboni, cerca de las mejores ruinas. Durante esta operación, con gran sorpresa no sólo nuestra, sino también de los salvajes, toparon inmediatamente debajo de la pequeña fuente en que habíamos estado el día, anterior, con las ruinas muy bien conservadas de dos edificios incaicos de construcción muy superior, bien terminados, con clavijas de piedra y nichos simétricamente dispuestos. Estas casas se levantaban solitarias en una pequeña terraza. En ellas había fragmentos de cerámica característicos.

Nada da mejor idea de la densidad de esa selva que el hecho de que los propios salvajes hubiesen estado a menudo a cinco pies de distancia de estas hermosas murallas, sin haber advertido su existencia.

Estimulados por este importante descubrimiento de las mejores ruinas incaicas encontradas en el valle, continuamos la búsqueda. Pero lo único que alguien pudo hallar fue un puente de piedra cuidadosamente construido. El hijo de Saavedra interrogó prolijamente a los salvajes, los cuales dijeron que no sabían de otras ruinas.

Me pareció que había razón para creer que las ruinas encontradas eran las de una de las residencias favoritas de Titu Cusi. Puede haber sido el lugar desde el cual viajó para encontrar a Rodríguez, en 1565.

Las casas •eran del modelo incaico más reciente, no• del tipo que requería largo tiempo de construcción. Los edificios sin terminar pueden haber estado en labor durante la últi­ma parte del reinado de Titu Cusi.

¿Quién construyó los mejores edificios de la Pampa Eromboni? ¿Sería éste el Vilcabamba viejo del padre Calancha, aquella "Universidad de la Idolatría", en que vivían maestros que eran hechiceros y profesores de la abominación, el sitio al cual fueron Fray Marcos y Fray Diego con tantos sufrimientos? ¿Existía primitivamente en esta senda un lugar llamado Ungacacha, que los frailes tuvieron que vadear, divirtiendo a Titu Cusi por la forma en'-que se sujetaban los hábitos monásticos en el agua? Lo llamaron un "viaje de tres días en un suelo áspero". Calancha habla de Puquiura como si estuviese "a dos largos días de viaje desde Vilcabamba"; era un "áspero suelo", sin duda, pero tardamos cinco días en ir de Espíritu Pampa a Puquiura.

No parece razonable suponer que el Sacerdote y las Vírgenes del Sol (el personal de la Universidad de la Idolatría), que huyeron del frío Cuzco con Manco .y se establecieron junto a él en algún sitio dentro de la seguridad de Vilcabamba, se hubiesen sentido atraídos por vivir en este ardiente valle. La diferencia de clima es tan grande como entre Escocia y Egipto. No habrían encontrado en Espíritu Pampa el alimento que les agradaba. Además, podrían tener la reclusión y seguridad que ansiaban igualmente en varias otras partes de la provincia, junto con un clima fresco y fortificante y alimentos parecidos a los que estaban acos­tumbrados a consumir. Finalmente, Calancha dice que "Vil­cabamba la vieja" era "la; mayor ciudad" de la provincia, término apenas aplicable a nada de aquí.

Por otra parte, parecía no haber duda acerca de que la Pampa Eromboni y el valle de Pampaconas cumplían los requisitos del lugar llamado Vilcabamba por los compañeros del capitán García. Hablaban de él como de la ciudad y el valle hacia los cuales escapó Túpac Amaru, el último Inca, después que sus fuerzas perdieron la "joven fortaleza"' de Vitcos.

En 1572, cuando el capitán García emprendió la persecución de Túpac Amaru, el Inca huyó "tierra adentro hacia el valle de Simaponte..., al país de los indios manaríes, tribu belicosa, en donde había balsas y •canoas dispuestas para salvarlo y que les permitieron escapar". Ahora no hay valle en esta vecindad llamada Simaponte. Los manarles viven en las orillas del bajo Urubamba. Para alcanzar a su país, Túpac Amaru probablemente descendió el Pampaconas. Desde Espíritu Pampa hasta la navegación de canoas sólo habría un corto viaje. Es evidente que sus amigos, los que le ayudaron a escapar, eran hombres de las canoas. El capitán García ofrece una narración de la persecución de Túpac Amaru, en la cual dice que, no amedrentado por los peligros de la selva o del río, él (García) construyó cinco balsas, en que puso a algunos de sus soldados, y, acompañándolos personalmente, bajaron la corriente, teniendo muchas veces que escapar a nado de la muerte, hasta que llegaron a un sitio llamado Momori, sólo para descubrir que el Inca, conociendo su aproximación, se había internado en el bosque. Sin que nada lo detuviera, García lo persiguió, aunque tanto él como sus hombres tenían que ir ahora a pie y descalzos, sin comer prácticamente nada, ya que sus provisiones se habían perdido en el río, hasta que finalmente- cazaron a Túpac y a sus secuaces. Fue un trágico fin para la terrible cacería, duro para el hombre blanco y fatal para los indios.

Si Túpac Amaru compartió con los indios amazónicos una delicadeza como es la carne de mono, que no consumen los serranos, es un punto que se presta a la duda. Garcilaso dice que Túpac Amaru prefirió confiarse en manos de los españoles "antes que perecer de hambre". Sus aliados indios vivían bien en una región en donde abundan los monos. No es de creer .que hubieran permitido que el capitán García capturase al Inca si hubieran podido alimentar a Túpac con la comida que ellos acostumbraban ingerir.

En todo caso, nuestras investigaciones parecían señalar la probabilidad de que este valle hubiese sido una parte importante del dominio de los últimos incas. Habría resultado agradable ir más adelante; pero los acarreadores estaban ansiosos por regresar a Pampaconas. Aunque no tenían que comer carne de mono, temían a los salvajes y se mostraban nerviosos por el uso que estos últimos podían hacer de sus poderosos arcos y largas flechas.

En Conservidayoc, Saavedra se tomó bondadosamente la molestia de hacernos azúcar. Vació la melaza en moldes cortados, en un pequeño tronco de madera. En algunos de ellos su hijo colocó puñados de maníes agradablemente tostados. El resultado fue una ración de emergencia que saboreamos en el viaje de retorno.

En San Fernando encontramos las mulas de carga al día siguiente, en medio de continuadas lluvias torrenciales. Trepamos, saliendo del alto valle, hasta las elevadas alturas de Pampaconas. Estábamos mojados con la transpiración y empapados con la lluvia. Había nevado cerca de la aldea. Nuestros dientes chocaban como castañuelas. El profesor Foote inmediatamente aprovechó la fogata de la mujer de Guzmán y llenó la tetera. Es de dudar que un conjunto más miserable, helado, húmedo y andrajoso hubiese llegado jamás a la choza de Guzmán. De todos modos, nada ha resultado más sabroso que aquel humeante y dulce té.

El Aobamba.
Sabíamos que los indios se habían refugiado en la cordillera de Vilcabamba y pensábamos que estaban ya descubiertos e identificados los sitios mencionados en las crónicas, por lo menos en su mayoría, pero era necesario abarcar la región tan cabalmente como nos fuera posible, para convertir la duda en seguridad. Para eso pedí a uno de nuestros jóvenes ingenieros que hiciese un reconocimiento topográfico y arqueológico del valle del Aobamba, inexplorado hasta entonces. El ayudante de topógrafo Heald se propuso llenar este programa desde la desembocadura del valle hasta la confluencia de los ríos Aobamba y Urubamba. Las dificultades fueron casi insuperables.

Aunque el trabajo parecía fácil hasta donde podíamos verlo desde la entrada del valle, descubrió que a cuatro millas de la boca de éste, por el serpenteante arroyo, la selva se hacía casi impenetrable, carecía de rastros y el follaje resultaba tan denso, que era imposible toda observación. Durante una tarde de duro trabajo, con cuatro o cinco hombres a sus órdenes, sólo consiguió avanzar una milla.

Había poco interés arqueológico en la porción del valle que Heald logró alcanzar. Bastante inesperadamente, sin embargo, conseguí dominar las alturas del valle unos diez días después y descubrir algunas ruinas interesantes. He aquí lo que pasó.

Don Tomás Alvistur, de Huadquiña, entusiasta arqueólogo aficionado, se mostró interesado en nuestros trabajos y redobló su interés cuando encontró que algunos de sus indios conocían tres localidades en las cuales había ruinas incaicas no visitadas previamente por hombres blancos, según afirmaban ellos mismos.

Me invitó don Tomás a que lo acompañara en una visita a esos tres grupos de ruinas, pero cuando llegó el momento se encontró con que "sus compromisos comerciales" le impedían hacer otra cosa que acompañarme parte del camino hacia el primer grupo. Se dio la molestia, sin embargo, de procurarse tres guías indios y acarreadores y ordenarles que me llevasen el instrumental indispensable por aquellos sitios en que las mulas de carga no pueden avanzar y conducirme a salvo hasta las tres ruinas y de retorno.

Al término del primer día nos hallábamos en lo alto de una cresta entre los valles del Aobamba y del Salcantay, a unos cinco mil pies sobre la hacienda de Huadquiña de que habíamos partido. Allí descubrimos algunas ruinas y dos o tres, chozas modernas.

Los indios dijeron que el lugar se llamaba Llacta Pata, pero éste es un término descriptivo, puesto que pacta sig­nifica ciudad, y pata, altura. Nos pareció que algunos jefes incas habían construido aquí sus hogares, y que el plan abarcaba unas diez o doce edificaciones. En las ruinas veíamos construcciones de piedra tosca fijada con arcilla, con la disposición simétrica corriente de las puertas y de los nichos. Es muy posible que la edificación fuera de uno de los capitanes de Manco. Ocupaba un lugar estratégico.

A la mañana siguiente cruzamos un elevado portezuelo y descendimos rápidamente por un valle de abruptas laderas que contenía uno de los afluentes superiores del Aobamba. Las laderas inferiores estaban cubiertas por densas espesuras, Hacia las dos de la tarde llegamos al fondo del valle, en un punto en el cual se unen varios pequeños afluentes para formar el brazo occidental más importante del Aobamba. El sitio se llama Palcay.

Aquí había dos o tres chozas, una de ellas ubicada en una fortaleza muy interesante, a la que los indios dieron el nombre quichua de ciudad, Llacta. Como la ubicación de este fuerte en el fondo del valle no era fácilmente defendible, un muro de doce pies de altura, más o menos, rodeaba el grupo cuadrangular de casas. Las características de los edificios eran típicamente incaicas.

El castillo, si es posible darle este nombre, alcanzaba unos ciento cuarenta y cinco pies en cuadro y estaba dividido, por dos angostas calles en cruz, en cuatro partes iguales. Dos de estas partes habían sido terminadas y consistían en cinco casas dispuestas en torno a un patio conforme al hábito simétrico. La parte tercera estaba casi completa, mientras la cuarta tenía sólo los comienzos de dos o tres casas. Cada una de las cuatro partes poseía una sola puerta en el lado norte. Los mosquitos eran tan agresivos, que hicieron muy molesta la tarea de medir las ruinas para trazar un mapa de ellas.

El rasgo más notable de esta fortaleza incaica es que las calles corren de norte a sur y de este a oeste, siguiendo exactamente los puntos cardinales. Estas ruinas se hallan en el hemisferio sur, en donde no es visible la estrella polar del norte. Sin embargo, la calle correspondiente sigue el meridiano exacto. ¿Cómo lo habían podido hacer?

Al día siguiente nos hallábamos cerca de las ruinas de una aldea. Juzgando por su apariencia primitiva, no podía ser sitio de mucha importancia y era imposible decir si había sido o no ocupado desde la conquista española. El guía no nos dio nombre, o bien no pudimos entender el que dijo.

Después de avanzar con gran dificultad en la senda montañosa cubierta de nieve, descendimos a un nuevo valle, precisamente al anochecer, y descubrimos que nos hallábamos en uno de los brazos superiores del río Chamana, afluente del Urubamba. Allí había varios grupos de ruinas incaicas no señaladas en ningún mapa. Estas ruinas pueden haber estado en la mente de los indios que informaron a don Tomás Alvistur en Huadquiña, cuando dijeron que podían mostrarnos "tres que nunca habían sido visitadas antes por hombres blancos".

En el deseo de ahorrar todo el suelo del valle superior que fuera posible para el uso agrícola, los indios habían enderezado cerca de las ruinas el lecho de un arroyo tortuoso, haciéndolo correr por un canal que estaba forrado en piedra. Merced a esto, el arroyo corre prácticamente en línea recta a lo largo de unos tres cuartos de milla.

Este viaje produjo, en realidad, excelentes resultados en el descubrimiento de ruinas no descritas hasta aquí, y ofreció mayores pruebas de la ocupación incaica de todos los terrenos aprovechables en la cordillera de Vilcabamba. Sin embargo, aun no habíamos identificado Vilcapampa, "La ciudad principal de Manco y sus hijos".

Del libro Machu Picchu, la ciudad perdida de los incas.

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