Por: José Luis Aliaga Pereyra
Don Agapito no era
ateo ni pendejo como decía el cura del pueblo. Lo que sucedía es que gustaba de
decir la verdad: al blanco le decía blanco y al negro, negro. Si bien en su
vocabulario abundaban los "ajos" y las "cebollas", se
llevaba con todo el mundo; y el pueblo, disculpando sus lisuras, le había
agarrado cariño.
Cuando pasaba por las
calles, con su burrito trotón, vendiendo leña, no escatimaba tiempo ni esfuerzo
para ofrecer su ayuda a los demás. Raudo aparecía cargando un quipe (*) de
ollucos de aquella vecina a la que sorprendió sudando y puja puja con el bulto
en la espalda.
Casi cargándolas,
alzándolas por detrás y de los codos, hacía cruzar las acequias a las viejitas,
que, en esos momentos, se asustaban al sentirse volar.
¿Cuánto ya pue le debo
don Agapito?, era la pregunta de las patronas. ¡Un plato de sopa y a la
mierda!, su respuesta puntual.
Aunque no tenía
vergüenza, sentía cierto fastidio las veces que se topaba con el párroco del
pueblo. ¡Ahí viene Satán! Le gritaba a su borrico, al que había puesto de
nombre Saturnino; o, ¡Satanás a la vista!, le decía en voz alta, como para que
escuchen los del pueblo.
— Agapito —hablaba el cura—, nunca te he
visto rezar un Padre Nuestro, ni visitar la casa de Dios.
— Padre —respondía don Agapito—, yo no
peco ni con el pensamiento. Al párroco le incomodaba las respuestas de don
Agapito y se retiraba alborotado, haciéndose la señal de la cruz.
Pero, en cada
encuentro, el diálogo se repetía y al pueblo le hacía gracia. Una tarde,
después de las fiestas de mayo, cuando don Agapito pasaba por el frente de la
iglesia, el párroco le preguntó:
— Agapito, ¿qué tal
pasaste la fiesta del patrón?
Don Agapito le
respondió de inmediato, como si hubiera estado esperando la pregunta: — Igual,
como todos los días.
— ¿Has participado de las novenas, de la
misa central y de la procesión?
—Volvió a preguntar el
párroco.
— ¡No! —exclamó rotundo don Agapito—. No
tengo necidá; eso de reventar cuetes y otras vainas sólo hacen los pecadores y
el santo lo sabe.
Por la rapidez y las
repetidas veces que hizo la señal de la cruz, al párroco pareció, por un
instante, desaparecérsele su brazo derecho. Después, controlando su cólera, le
dijo en tono severo:
— ¡No seas soberbio Agapito, siempre hay
algo que decirle a Dios! ¿Por qué no te confiesas?
— Yo hablo con él a cada momento —dijo don
Agapito—. Aurita mismo me está escuchando más que a usté.
A la semana siguiente,
como el pueblo era pequeño, el encuentro del curita con don Agapito, se dio en
el mercado municipal, justo cuando éste se inclinaba para poder cargar un saco
de papas de una vecina:
— Agapito
—le dijo el cura—.
Eres e, único en el pueblo que no asiste a misa, ¿no te da vergüenza? —le
preguntó.
Don Agapito, molesto,
dejó de cargar el sacó y respondió al párroco con inusitada, pero comprensible,
molestia:
— ¡Carajo! ¡Ya lo dije! Yo no me meto con
nadie y el Taita lo sabe. ¿Por qué insiste tanto?
Esta vez los
parroquianos ya no rieron y el curita se retiró pensativo, preocupado.
Don Agapito habló en voz alta, cuando el curita ya se alejaba:
—Carajo, que se ha
creído este cojudo; bien sabido es que el pecador es él. Él es quien anda con
las "chinitas" más bonitas del pueblo y no hace nada por los pobres.
Yo ayudo a la gente y vivo en paz aunque pan duro coma.
Era la primera vez
que, en el pueblo, escuchaban hablar de esa manera a don Agapito. Muchos
estuvieron de acuerdo con sus afirmaciones porque, aseguraban, decía la verdad:
al párroco más le preocupaban las fiestas, los regalos y las mujeres.
A los pocos días don
Agapito sufrió un accidente: se cayó del borrico en que montaba y como dicen
"caerse del burro hace más daño que caerse del caballo más alto".
Don Agapito no podía
caminar, ni siquiera podía mover la cabeza. Permanecía tirado en la cama;
inmóvil.
El enfermero que lo
auscultó dijo que se había fracturado la columna y que su caso era
irremediable.
Todo esto llegó a los
oídos del cura quien, queriendo aprovechar el momento, crucifijo y agua bendita
en mano, se dirigió a la casa de don Agapito.
Los curiosos lo
siguieron para no perderse una.
El curita tocó la
puerta y, ¡oh sorpresa!, ágil y sonriente, abrió don Agapito.
Todos se quedaron
perplejos y el cura, que no salía de su asombro, preguntó:
— ¿Qué ha pasado Agapito?
— No ha pasau nada;
simplemente, el de arriba —dijo mirando al cielo—, hace ratito ha bajau y me ha
dicho: — ¡Oy carajo, levántate que ahí viene Satán! Y aquí estoy levantau sano
y bueno —respondió don Agapito haciendo la señal de la cruz, adelantándole al
cura, como si se encontraría frente a un verdadero demonio.
Desde esa fecha,
cuentan en el pueblo, que el cura sólo usa sotana para hacer las misas, tiene
mujer y querida, y en las fiestas patronales bebe licor en presencia de todos,
como un parroquiano más. En otras palabras, como dijera don Agapito: "el
curita se ha sincerau".
De la revista El Labrador, mayo 2012.
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