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viernes, 2 de marzo de 2012

Cuento: DON AGAPITO


 Por: José Luis Aliaga Pereyra
Don Agapito no era ateo ni pendejo como decía el cura del pueblo. Lo que sucedía es que gustaba de decir la verdad: al blanco le decía blanco y al negro, negro. Si bien en su vocabulario abundaban los "ajos" y las "cebollas", se llevaba con todo el mundo; y el pueblo, disculpando sus lisuras, le había agarrado cariño.

Cuando pasaba por las calles, con su burrito trotón, vendiendo leña, no escatimaba tiempo ni esfuerzo para ofrecer su ayuda a los demás. Raudo aparecía cargando un quipe (*) de ollucos de aquella vecina a la que sorprendió sudando y puja puja con el bulto en la espalda.

Casi cargándolas, alzándolas por detrás y de los codos, hacía cruzar las acequias a las viejitas, que, en esos momentos, se asustaban al sentirse volar.

¿Cuánto ya pue le debo don Agapito?, era la pregunta de las patronas. ¡Un plato de sopa y a la mierda!, su respuesta puntual.

Aunque no tenía vergüenza, sentía cierto fastidio las veces que se topaba con el párroco del pueblo. ¡Ahí viene Satán! Le gritaba a su borrico, al que había puesto de nombre Saturnino; o, ¡Satanás a la vista!, le decía en voz alta, como para que escuchen los del pueblo.

—        Agapito —hablaba el cura—, nunca te he visto rezar un Padre Nuestro, ni visitar la casa de Dios.
—        Padre —respondía don Agapito—, yo no peco ni con el pensamiento. Al párroco le incomodaba las respuestas de don Agapito y se retiraba alborotado, haciéndose la señal de la cruz.

Pero, en cada encuentro, el diálogo se repetía y al pueblo le hacía gracia. Una tarde, después de las fiestas de mayo, cuando don Agapito pasaba por el frente de la iglesia, el párroco le preguntó:

—         Agapito, ¿qué tal pasaste la fiesta del patrón?

Don Agapito le respondió de inmediato, como si hubiera estado esperando la pregunta: — Igual, como todos los días.

—        ¿Has participado de las novenas, de la misa central y de la procesión?
—Volvió a preguntar el párroco.
—        ¡No! —exclamó rotundo don Agapito—. No tengo necidá; eso de reventar cuetes y otras vainas sólo hacen los pecadores y el santo lo sabe.

Por la rapidez y las repetidas veces que hizo la señal de la cruz, al párroco pareció, por un instante, desaparecérsele su brazo derecho. Después, controlando su cólera, le dijo en tono severo:

—        ¡No seas soberbio Agapito, siempre hay algo que decirle a Dios! ¿Por qué no te confiesas?
—        Yo hablo con él a cada momento —dijo don Agapito—. Aurita mismo me está escuchando más que a usté.

Los vecinos no pudieron aguantar la risa. Sus barrigas parecían bailar la fuga de un huayno, y el curita, más enojado que nunca, se dirigió al convento, según él, a rezar avemarías y padrenuestros.

A la semana siguiente, como el pueblo era pequeño, el encuentro del curita con don Agapito, se dio en el mercado municipal, justo cuando éste se inclinaba para poder cargar un saco de papas de una vecina:

—        Agapito
—le dijo el cura—. Eres e, único en el pueblo que no asiste a misa, ¿no te da vergüenza? —le preguntó.

Don Agapito, molesto, dejó de cargar el sacó y respondió al párroco con inusitada, pero comprensible, molestia:

—        ¡Carajo! ¡Ya lo dije! Yo no me meto con nadie y el Taita lo sabe. ¿Por qué insiste tanto?

Esta vez los parroquianos ya no rieron y el curita se retiró pensativo, preocupado.

Don Agapito habló en voz alta, cuando el curita ya se alejaba:

—Carajo, que se ha creído este cojudo; bien sabido es que el pecador es él. Él es quien anda con las "chinitas" más bonitas del pueblo y no hace nada por los pobres. Yo ayudo a la gente y vivo en paz aunque pan duro coma.

Era la primera vez que, en el pueblo, escuchaban hablar de esa manera a don Agapito. Muchos estuvieron de acuerdo con sus afirmaciones porque, aseguraban, decía la verdad: al párroco más le preocupaban las fiestas, los regalos y las mujeres.

A los pocos días don Agapito sufrió un accidente: se cayó del borrico en que montaba y como dicen "caerse del burro hace más daño que caerse del caballo más alto".

Don Agapito no podía caminar, ni siquiera podía mover la cabeza. Permanecía tirado en la cama; inmóvil.

El enfermero que lo auscultó dijo que se había fracturado la columna y que su caso era irremediable.

Todo esto llegó a los oídos del cura quien, queriendo aprovechar el momento, crucifijo y agua bendita en mano, se dirigió a la casa de don Agapito.

Los curiosos lo siguieron para no perderse una.

El curita tocó la puerta y, ¡oh sorpresa!, ágil y sonriente, abrió don Agapito.

Todos se quedaron perplejos y el cura, que no salía de su asombro, preguntó: 

— ¿Qué ha pasado Agapito?

— No ha pasau nada; simplemente, el de arriba —dijo mirando al cielo—, hace ratito ha bajau y me ha dicho: — ¡Oy carajo, levántate que ahí viene Satán! Y aquí estoy levantau sano y bueno —respondió don Agapito haciendo la señal de la cruz, adelantándole al cura, como si se encontraría frente a un verdadero demonio.

Desde esa fecha, cuentan en el pueblo, que el cura sólo usa sotana para hacer las misas, tiene mujer y querida, y en las fiestas patronales bebe licor en presencia de todos, como un parroquiano más. En otras palabras, como dijera don Agapito: "el curita se ha sincerau".

De la revista El Labrador, mayo 2012.

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