Por Tito Zegarra Marín
Hasta
1940 el distrito Sucre (Celendín) era conocido como Huauco, vocablo ancestral
que quizá aludía a una planta silvestre, al trinar de un ave ignota, a una canción
huanca (de Huancayo) o un gesto de solidaridad. Todas son acepciones válidas y
significativas, pero hace 81 años se cambió ese nombre por Sucre. Este cambio,
para algunos, fue acertado pues dio realce al distrito al aludir a un héroe de
la independencia, y para otros (me incluyo), fue innecesario y prejuicioso pues
subestimó a nuestra lengua originaria. Lo que sí resulta desatinado y hasta cursi
es celebrar ese cambio de nombre (15 de noviembre).
Antiguamente,
pocas familias, entre indígenas y mestizas asentadas al lado noroeste de la
laguna Huaucococha integraban la pequeña estancia nominada Huauco, la cual,
pasado el régimen colonial creció como pequeña urbe. Fue importante en ello la
distribución gratuita y equitativa de las tierras del valle (1898-1902) bajo el
sistema de solares a todos los pobladores y, más adelante, la desecación de la
laguna (1946-1949), que dejó tierras bastante abonadas. Ambos hechos impulsaron
la producción agrícola y pecuaria: los maizales familiares fueron vastos, convertidos
después en pastizales para ganado lechero.
La
pequeña urbe, por esos años, ya mostraba sus casas de adobe y teja de uno y dos
pisos, puertas y balcones de madera, calles empedradas con acequias por las que
siempre circulaba agua; muchas viviendas con su patio y huerto interiores, con
su horno casero y cordeles tendidos para secar las guayungas. Lástima que ya
quedan pocas de ese diseño y características, pero si quedan muchos recuerdos y
razonables inquietudes porque se conserven y rescaten.
A
fines de 1890 y los primeros años del siglo pasado, se construyó la obra más
emblemática del Huauco, su Iglesia: enorme, majestuosa, bella y sólida. Le cupo
el honor de propiciar su construcción al párroco trujillano Samuel O. Haya, y
por cierto, solo fue posible levantarla gracias al trabajo comunitario de toda
la colectividad. No había presupuesto ni ingenieros ni coimas, pero sobraba
solidaridad y empuje. A fines de los años 50, don Romelio Zegarra, huauqueño
hábil y visionario, levantó las dos torres que estaban inconclusas. Sin embargo, hay algo que desde algunos años
desluce y resta simetría a la iglesia: el esperpento de cemento y ladrillo en
el centro de la Plaza de Armas, grotesco y sin sentido.
Al
desecarse la laguna Huaucococha, sus amplias y llanas tierras pasaron a ser propiedad
de toda la comunidad representada en su Municipalidad distrital, de allí el
nombre de predio El Común, de 74 hectáreas, donde (lado sur) se ha construido
el túnel de 109 metros para la desecación y trasvase de aguas. Desde esos
tiempos, El Común, fue visto por la colectividad como una esperanzadora palanca
de apoyo a su bienestar y progreso, esperanza que aún sigue vigente.
Hay
otras cosas que rondan por la mente y que tienen sus orígenes en el no tan
lejano Huauco y que ya no están, caso los 12 molinos de piedra movidos con agua
del río La Quintilla y los bellos accesos, caminitos o “líneas” circundando a los
solares por los que andábamos incansables. Pero hay algo que quisiéramos que no
se afecte ni se transforme menos se extinga, es el hermoso, límpido y fresco VALLE,
orgullo y memoria viviente del Huauco.
Publicado el 13/11/ 2021 en el Nuevo
Diario de Cajamarca
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