Por Manuel Sánchez Aliaga.
Cayetano empezó a
subir la cuesta hacia su casa y ahora, como en semanas anteriores, la sintió
cada vez más pesada y difícil.
Se daba cuenta que con
mayor frecuencia tenía que detenerse, pues el agotamiento era mucho más notorio.
Y sus paradas forzosas no obedecían a la contemplación del verdor de los
sembrados que se extendían interminables a los costados del camino Al principio
de los últimos tiempos creía -se mentía a sí mismo- que era para gozar y deleitarse
viendo crecer las sementeras, fruto del trabajo suyo y de los vecinos de esos
alrededores, gente sencilla, dedicada al trabajo agrícola a la cría de animales
indispensables para la ayuda en las faenas del campo, amén de las aves cuyes conejos
que los domingos vendían en la ciudad para procurarse otro tipo de alimentos
venidos de lejanas tierras y adquiridos a elevados precios en las bodegas y
tiendas de la capital provinciana, asi como de ropa y demás menesteres, porque
para las enfermedades recurrían a la magia de las plantas que aliviaban
rápidamente los males y no tenían salvo en contadas ocasiones, necesidad de
recurrir a los médicos y farmacias. Era, en realidad, gente sana, fornida, merced
a la bondad del clima, del aire purísimo y del trabajo que era para ellos más
bien solaz al que agregaban, como matiz ancestral, la dulzura de la coca,
paliativo de cansancios.
Cierto que la última
primavera Cayetano había cumplido los setenta años, pero aun sentía que sus
fuerzas no lo habían abandonado hasta entonces, dada su envidiable reciedumbre
campesina.
Cuando fue joven
recordaba con nitidez y nostalgia que, era el mejor de la comarca. Diestro en amansar potros
y burros salvajes hábil capando a machete gigantescos toros que luego servirían
como yuntas sin parangón en las siembras, ducho quebrando por las noches y a
salto de mata las aguas de regadío para poner lozanas las papas y el maíz
tempranero, porque había que ser ladino algunas veces, ¡ah! y gran improvisador
de coplas carnavaleras en las fiestas de Pascua de Resurrección.
¡Cuántas veces se
habla liado a golpes!, que es como pelean los machos, con algún advenedizo majadero
que pretendía romper la armonía de la comarca en locas pretensiones de
arrebatar la doncellez de alguna buena moza y deseada hembra, que debía
quedarse con alguno de ellos nomás, porque era sabida la fidelidad de las
mujeres a sus hombres y su destreza en parir robustos hijos sin mayores aspavientos.
Ese no fue su caso claro pues en sus fastuosas nupcias, recordadas todavía por
sus contemporáneos, gozó de prudencial noviazgo nunca empañado por ningún
desliz ni arrebatos de gozar virginidad solteril antes de pasar por el altar.
Sin embargo, dos
semanas después de la septuagenaria celebración, al levantarse de madrugada
para reiniciar las labores cotidianas, sintió algo así como una filuda lanza
atravesándole el corazón, y desde entonces la fatiga ya no lo abandonó.
Para evitarle
preocupaciones a Josefina, su mujer, no le comento nada y, por cuenta propia
visitó, usando de suma cautela, a Isidro el curandero de la comunidad, que le
preparó un macerado verde de yerbas por él conocidas, infalible para los males
del corazón.
Aunque lo cierto de su
decaimiento era que la complicación orgánica se debía a la nostalgia por la reciente
partida de los hijos cuyas, ansias de nuevos horizontes y deseos de otro tipo
de vida los llevó a ese gran centro que atraía a la juventud como poderoso imán,
porque quienes iban a Lima iban a gozar fácilmente de dinero, a vestir como
caballeros con corbata zapatos, adiós a los llanques, donde años después
comprobarían su rotundo fracaso teniendo que retornar a la hermosa campiña
natal de la cual jamás debieron salir.
La soledad de Cayetano
contribuyó a su rápido envejecimiento pues le hacían falta esos cuatro brazos
lejanos para mantener lozana la exuberante producción de sus chacras y para llenar
el vacío del hogar. Por eso, esa tarde le parecía que al paso que daba, la
cuesta se empinaba más. Los todavía hermosos ojos claros se le nublaron de
repente y haciendo un esfuerzo sobrehumano logró trasponer lo poco que le faltaba
para llegar a su vieja pero siempre reluciente mansión. Allí al lado de Josefina
que lo esperaba amorosa y preocupada, porque no era ajena al dolor silencioso de
su hombre, sintió un inaguantable temblor en las piernas y en todo el cuerpo, y
que el filo de la lanza de irremediables fúnebres presagios le trituraba para
siempre el dolido corazón. Sus ojos se abrieron enormes y por última vez
recogió en todo su esplendor con plenitud y lucidez, la multicolor belleza del crepúsculo,
el verdor de las simientes para finalmente ver los altos eucaliptos girando
vertiginosamente mientras él se desplomaba sin vida a los pies de su fiel y amadísima
compañera.
De la revista EL Labrador, 1994.
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