Por Hiram Bingham.
En vista de la probable importancia de la antigua ciudad que había hallado en lo alto de la cresta entre los picos de Machu Picchu y Huayna Picchu, mi primera tarea fue hacer un mapa de las, ruinas. Debido a la selva con su denso matorral, era una "labor bastante difícil, pero fue por fin llevada a cabo por Herman Tucker y su ayudante voluntario Paul Lanius. Cuando se completó el mapa, todo el mundo se sorprendió por la notable extensión del área que fue sede una vez de una importante ciudad: En 1912 se determinó, bajo el auspicio de la Universidad de Yale y de la National Geographic Society, organizar una expedición con el objeto de explorarla tan cabalmente como se pudiese.
No era nada fácil, aun
cuando el Presidente del Perú, don Augusto B. Leguía, nos proporcionó el apoyo de
su gobierno y el prefecto del Cuzco recibió instrucciones para ayudarnos en
todas las formas posibles. De no haber existido esta cooperación, no habríamos
podido procurarnos los servicios de suficientes trabajadores indios para despejar
las ruinas.
Nuestro primer
problema era abrir una ruta practicable para el transporte de las mercaderías
que fuesen y de los ejemplares que volviesen, ya que todo tenía que ser acarreado
a espaldas de hombres. Las cajas de alimentos que iban con nosotros pesaban
sesenta libras. Cada una estaba planeada para proporcionar todas las
provisiones necesarias para dos hombres durante ocho días. Cuando contenían
tiestos pesaban todavía más.
El camino por el cual
me guió Melchor Arteaga estaba en el lado oriental de la cadena, partiendo del
frágil y pequeño puente formado por media docena de troncos amarrados con
lianas que fue arrasado muy poco después de mi primera visita. Además, como ya
he dicho, durante buena parte de la distancia era difícil la ascensión. Habría
sido imposible para un acarreador indio conducir más de una carga pequeña.
La senda del lado
oriental de la cadena, que empezaba en el puente de San Miguel, era la que más
usaban los indios quichuas Richarte y Álvarez, que vivían cerca de las ruinas.
Tucker y Lanius se
vieron obligados a usar el rastro occidental e informaron que era peligroso
porque serpenteaba a lo largo de una serie de precipicios rocosos y cruzaba en
dos o tres sitios frente a despeñaderos abruptos sobre frágiles y rústicas
.escaleras. En realidad era tan difícil y peligroso como para que fuese
intransitable par nuestros acarreadores indios. Si optábamos por mejorarlo,
podíamos evitar la necesidad de construir un puente sobre el Urubamba, pero su
uso significaría una ascensión adicional de quinientos pies para cada carga que
debía llevarse hasta el campamento. Además, el pie de este sendero quedaba a
cuatro millas corriente abajo, o sea, cuatro millas más lejos de nuestra base
del Cuzco. En consecuencia, se decidió intentar la construcción de un puente
para nuestro uso y un nuevo camino por el lado oriental de la cadena. Afortunadamente
pude confiar este trabajo a Kenneth C. Heald, uno de los topógrafos de la
expedición, cuya experiencia en el Colorado como ingeniero de minas y cuya
decisión para vencer todos los obstáculos lo hacían inapreciable en nuestra
empresa.
El ancho del río
Urubamba en su punto más estrecho, el sitio más apropiado para trazar el nuevo
puente de peatones, tenía unos ochenta pies. Las rugientes olas, que es
imposible vadear aún en la estación seca, se encuentran divididas aquí en
cuatro partes por enormes peñascos. Para su material Heald tenía que contar con
la selva tropical que crece en las orillas del río. Esta en sí acarreaba otro
problema, porque aun cuando hay muchos tipos de árboles en el fondo del cañón,
todas las especies se encuentran cubiertas con musgo y líquenes, en forma que
es difícil determinar su carácter. Varía grandemente la calidad de la madera;
algunas especies la producen dura, durable, de gran densidad y fina textura;
otras, en cambio, especies de más rápido desarrollo, la producen de inferior calidad,
blanda y quebradiza. El señor Heald pudo finalmente escoger algunas variedades
convenientes de madera recta y dura que crecían cerca de la margen oriental del
río, junto al sitio en donde planeaba construir su puente. Tenía como operarios
a diez hoscos y reacios quichuas que fueron obligados a acompañarlo por el
gobernador de una ciudad vecina. El único verdadero ayudante de Heald era un
excelente gendarme, Tomás, Cobinas, enérgico y joven mestizo que nos fue
asignado por el prefecto y que podía encargarse de que los indios se
mantuvieran constantemente en trabajo.
El corte de los
troncos para, la primera sección del puente y la colocación de ellos en
posición sobre unos ochenta pies fueron bastante sencillos. Cruzar los próximos
cuarenta pies de las heladas y blancas corrientes resultó más difícil. Por la
falta de grúas o de cualquier apero pesado, el primer plan de Heald consistía
en tender un tronco sobre el arroyo paralelo a la margen, sobre el puente, amarrando
el extremo inferior y dejando que la corriente bamboleara el extremo superior
hasta que se ubicara en el peñasco central. Al tratarlo, sin embargo, la madera
resultó tan dura que se hundió en el acto y se perdió en la corriente. Muy
ingeniosamente, entonces, Heald inventó un puente de contrapeso primitivo que
al final logró que cruzara el torrente.
Hizo en seguida un
excelente puente rústico que cumplió admirablemente su objeto hasta el término
de nuestros trabajos en Machu Picchu. Hace poco el Gobierno peruano erigió un
nuevo puente aquí, por el cual pueden pasar mulas y que sirve para llevar a los
turistas a lo alto de Las ruinas desde el término de la línea férrea que los
trae desde el Cuzco. Está por terminarse un camino de automóviles.
La construcción de
nuestro primer camino se retardó por la densa selva tropical, por la abruptés
de la ladera y finalmente por la lentitud y extrema precaución de los indios,
que temían correr el riesgo de encontrar una víbora inesperadamente. Sus
temores estaban justificados, ya que se atraparon ocho reptiles venenosos en
los siguientes diez días, incluyendo entre ellos varios ejemplares de la mortal
víbora de los matorrales: Por fortuna, ninguno de los hombres fue mordido.
El señor Heald escapó
en varias oportunidades estrechamente de la muerte, pero por otras causas. Al
segundo día, mientras exploraba las abruptas laderas encima de los trabajadores
y fuera de la vista de éstos, descubrió sorpresivamente que había comenzado un
incendio en los rastros de bambú. En menos de un minuto, el fuego abarcó un
enorme trecho de la carretera y trepaba la ladera de la montaña con mayor
rapidez que la que nadie pudiese imaginar. Era imposible retroceder por el
camino por el cual había venido. Las llamas se levantaban a quince y veinte
pies. No quedaba por hacer otra cosa que un esfuerzo supremo para bordear el
voraz incendio antes de que se extendiera a los lados. Irrumpiendo ciegamente
a través de la densa espesura, cayó de cabeza sobre un pequeño despeñadero. Afortunadamente
aterrizó en una masa de bambú que atenuó la fuerza de su caída y le salvó la
existencia.
Pocos días más tarde
tuvo una experiencia todavía más impresionante. Le pedí que viese si era
posible alcanzar a la cima del pico en forma de aguja llamado Huayna Picchupara
investigar la historia de que allí había "magníficas ruinas". Melchor
Arteaga, el quichua que me condujo originalmente hasta las ruinas de Machu
Picchu, había dicho que existían otras "igualmente buenas", aunque
más, inaccesibles, en Huayna Picchu. Finalmente aceptó que podían ser
ligeramente inferiores, pero declaró repetidas veces que eran de "gran
importancia". El pico se levanta abruptamente a dos mil quinientos pies
sobre el río Urubamba, que lo rodea por tres lados. Hacia el sur está la ceja
en que se encuentran localizadas las ruinas de Machu Picchu. Hacia el este hay
un precipicio casi cortado a pico desde lo alto de la aguja hasta la orilla del
arroyo. En el lado norte, bajo los elevados despeñaderos de la aguja, hay
laderas cubiertas de bosques, pero que muestran señales de las antiguas terrazas
agrícolas. La presencia de éstas, algunas de las cuales han sido cultivadas
hace poco por Arteaga, hacía suponer razonablemente que existiesen importantes
ruinas en las laderas de Huayna Picchu, que habían escapado a nuestra atención
debido a las densas selvas que cubren el panorama. Arteaga, sin embargo,
insistía en las hermosas ruinas de la propia cima del pico, pero cuando el
señor Heald trató de emplearlo corno guía, rehusó ir, quizá comprendiendo
vagamente que había dicho algunas falsedades. Sin atemorizarse por nada y luego
de encontrar el sitio donde Arteaga había construido un rústico puente que le
permitía llegar hasta sus claros, Heald partió con cuatro indios y con Tomás Cabinas,
su gendarme de confianza.
Atravesando el río en
cuatro vacilantes varas que se parecían al puente que antes crucé, descubrió
que hasta las laderas más bajas eran tan verticales que frecuentemente se hacía
necesario cortar escalones en ellas. Le estorbaban mucho los brotes de bambú y
los elevados pastizales que habían crecido en los antiguos claros y también en
las laderas más altas y ríspidas que continuaban más allá de los terrenos
incendiados en años anteriores por Melchor y otros aplicadores del primitivo
sistema de agricultura que los agrónomos llaman milpa; o sea, desbrozar por
medio de roces a fuego. El avance era muy lento, y finalmente, los indios se
dieron por vencidos, cansados por la ascensión y por haber tenido que abrirse
camino cortando ramazones a través de la selva de bambú. Dejando al gendarme
atrás para que cuidase de que los indios continuaran abriendo una senda tan
ligero como permitiesen sus fuerzas, Heald decidió conquistar solo la montaña y
saber mediante un rápido reconocimiento cuánto sendero sería aconsejable
trazar. Su informe es tan gráfico que lo presento con sus propias palabras:
"Trepé por el
cerro ladera arriba abriéndome camino con el machete o subiendo a gatas sobre
el rastro de un oso (de los cuales hay muchos), y deteniéndome de cuando en
cuando para abrir la camisa y refrescarme porque hacia un terrible calor. El
matorral por en medio del cual me abría camino era en gran parte de mezquite,
'arbusto terriblemente duro y con fuertes y agudas espinas. Si una rama no se
corta de un solo golpe, es casi seguro que vuelve atrás azotando y entierre una
media docena de púas en manos, brazos y cuerpo. Afortunadamente, disponía de la
práctica necesaria para defenderme con un movimiento del hombro, y 'en la mayor
parte de los casos hacer cortes definitivos, pero de ninguna manera me libraba
totalmente intacto. Por fin, alrededor de las tres de la tarde, ya casi tenía
ganada la cima de la parte más baja de la cresta, que corre igual que las
vértebras de un dinosaurio. Los árboles habían cedido paso al pasto o a la
desnuda roca, cuya cara era prácticamente vertical. Se me cruzó en el camino un
peñasco de unos doscientos pies de altura. Asomándome al borde de la cresta
podía mirar casi rectamente hacia el río, que más parecía un arroyuelo de
truchas a la distancia, aunque su rugido me llegaba con claridad. Estaba justamente
trepando en lo más alto de la más pequeña de las "vértebras" cuando
cedieron el pasto y el suelo bajo mis pies y caí. A lo largo de veinte pies
había una pendiente de unos setenta grados, y luego un salto de unos doscientos
pies, después del cual existiría una saliente que se repetiría (dos mil pies)
hacia abajo hasta el río. Mientras caía por la superficie de la ladera, agarré
con la mano derecha un arbusto de mezquita que crecía en una hendidura a unos
cinco pies sobre el salto. Iba tan ligero, que me tiró repentinamente el brazo
hacia arriba y, mientras mi cuerpo giraba, sentí mi tronco y mi cabeza atraídos
con brusquedad; el tirón había roto también los ligamentos que sujetan la
clavícula y el omóplato, con lo cual perdí la fuerza del brazo, pero tuve
dominio suficiente para alcanzar a cogerme de la rama con la mano izquierda.
Después de permanecer colgando por uno o dos segundos en forma de mirarlo todo
y estar seguro de que no cometía un error, empecé a trabajar para recobrarme.
La parte más dura fue conseguir poner el pie en el tronco del arbusto del cual
estaba colgando. El hecho de usar mocasines en lugar de botas me ayudó mucho,
ya que se sujetaban en las rocas. Fue una labor desesperantemente lenta, pero
al cabo de una media hora había conseguido alcanzar un sitio relativamente seguro.
Como el brazo derecho estaba casi inútil, tuve que hacer de nuevo el camino,
regresando al campamento como a las cinco y media y recogiendo a los hombres en
el trayecto. En este viaje no vi señales de trabajos de los incas, excepto una
pequeña pared en ruinas..."
Cinco días después,
aunque no tuvo oportunidad de consultar un médico, Heald juzgó que su brazo
estaba en buenas condiciones para continuar la tarea, e hizo muy valientemente
otro intento para alcanzar la cima del Huayna Picchu. Este fracasó igualmente;
pero al día siguiente volvió a la carga por la antigua ruta durante unos mil
setecientos pies, y, guiado esta vez por Arteaga, alcanzó finalmente la
cúspide. Sus hombres se vieron obligados a cortar peldaños en la inclinada
ladera durante una parte de la distancia, hasta que llegaron a una escalera
incaica que los condujo prácticamente a la cima, la cual consistía en una
mescolanza de peñascos de granito. No había casas, aunque si varias escaleras
de piedra y tres pequeñas cuevas. Se usó probablemente como una estación de
señales. ¡Y esto era lo que Arteaga nos señaló como "igualmente
buenas" que las ruinas de Machu Picchu!
Hoy día es posible
para los intrépidos andinistas alcanzar la cima del Huayna Picchu sin serias
dificultades, gozar de la magnífica vista y divisar las ruinas primitivas de la
atalaya, como lo hicieron uno de nuestros embajadores norteamericanos y su
mujer.
Uno o dos días
después, Heald había completado el camino desde su nuevo puente hasta lo alto
de la cresta. El Dr. George F. Eaton, osteólogo del Peabody Museum de la
Universidad de Yale, y Elwood C. Erdis, ingeniero civil que iba a supervigilar
la limpieza de las ruinas y la búsqueda de artefactos, llegaron, y comenzamos
nuestras investigaciones.
Uno de mis colegas en
la misión al Congreso Científico Panamericano de Santiago de Chile era el Dr.
William H. Holmes, entonces director del National Museum. Debido a su caluroso
elogio del distinguido arqueólogo inglés A. P. Maudslay, Esq., por su obra de
clarear la selva en torno a algunos de los sitios más importantes del país
maya, me decidí a emprender la desalentadora tarea de cortar la selva de dura
madera que se levantaba en las terrazas de la ciudad y en lo alto de algunos de
los edificios de Machu Picchu. No sólo cortamos los árboles y arbustos, sino que
quitamos y quemamos todos los restos y hasta limpiamos el musgo de los muros en
los antiguos edificios y en las rocas talladas. Hicimos un decidido esfuerzo
para poner al descubierto todo lo que la naturaleza había escondido en el curso
de siglos, y pusimos lo mejor de nuestra parte para restaurar las bellezas de
la residencia favorita del Inca. Queríamos conocer todo lo que fuese posible de
lo que restaba en pie del gran santuario. Estábamos ansiosos por procurarnos
fotografías que dieran alguna idea del arte arquitectónico sorprendente de las
estructuras de granito blanco, aun cuando esto significaba una gran cantidad de
ardua labor.
La selva tropical ha
mantenido su indisputado dominio durante largo tiempo. En el curso de nuestro
raleamiento encontramos árboles macizos de dos pies de diámetro colgados en los
extremos de los caballetes de pequeñas casas hermosamente construidas. No fue
la parte menos difícil de nuestra labor cortar y arrancar tales árboles sin
dañar seriamente los viejos muros.
Gozamos de la suerte
de tener como ayuda principal al teniente Sotomayor, oficial de la gendarmería
peruana. Su conocimiento de la lengua quichua fue de grande auxilio para
nuestro trato con los indios, la mayoría de los cuales no hablaba castellano.
Unos pocos de nuestros operarios habían venido con nosotros voluntariamente
desde el Cuzco, donde estuvieron empleados en excavaciones que se hicieron en
aquella vecindad. Por otra parte, tanto aborrecían los quichuas locales
abandonar sus propias aldeas y tomar empleo provechoso en otro sitio, que era
imposible procurarse suficiente ayuda voluntaria, aun cuando pagábamos más que
los plantadores del vecindario y nuestros hombres estaban sometidos a jornadas
de trabajo más cortas. Nos vimos por esto obligados a contar con los
funcionarios principales de las aldeas, los gobernadores, cada uno de los
cuales, actuando bajo las órdenes del prefecto, nos proporcionaba de tiempo en
tiempo diez a doce hombres por una quincena.
Encontramos que era
necesario adaptarnos a los modos de ser del país y proporcionar a cada
trabajador, a primera hora de la mañana, un puñado de hojas secas de coca
verde. Esto era suficiente para cuatro mascadas. La mascada, operación que
consiste en chupar deliberada y cuidadosamente las hojas una por una, por lo
general permanece en la boca durante dos horas. Haciendo que la mascada les
ocupe los primeros diez minutas del "día de trabajo", tienen otros
diez minutos de descanso en la mitad de la mañana, el primer periodo de trabajo
de la tarde y otro descanso alrededor de las tres. El empleador que deja de
proveer a los trabajadores quichuas de la ración cotidiana de coca se
encontrará, sin duda, ante la casi imposibilidad de procurarse obreros
voluntarias y es muy difícil conseguir esfuerzo entusiasta de parte de sus
colaboradores.
Dábamos a los indios
pequeños regalos el día de pago, el sábado, que consistían en cuentecillas,
espejos y otras naderías que habíamos escogido, cuidadosamente en un almacén
adecuado de New Haven. Los espejos eran especialmente codiciados, y Parecían
proporcionar la mayor satisfacción. Sin embargo, sólo unos cuantos voluntarios
regresaban a trabajar semana tras semana. Un pequeño puñado lo hacía
regularmente, pero otros se ausentaban durante varias semanas para atender las
labores de sus propias fincas y luego regresaban para otra quincena de trabajo
con nosotros. La gran mayoría, sin embargo, trabajaba sólo cuando el
gobernador lo imponía. A veces teníamos cuarenta o' más; otras, sólo una
docena.
Los indios hicieron
pequeños cobertizos para ellos cerca del manantial vecino a las casas ocupadas
por Richarte y Álvarez. Acomodamos nuestras tiendas en una de las grandes
terrazas no lejos del muro de la ciudad y dominando una magnífica vista del
cañón del Urubamba.
El teniente Sotomayor
se hizo cargo personalmente de los indios encargados de cortar la selva
quitando y quemando los rastrojos. Nadie pudo haber sido más eficaz y persistente;
sin embargo, la selva crecía tan rápidamente que tuvimos que cortar los
arbustos y los macizos de bambú tres veces en el transcurso de cuatro meses. La
corta final duró diez días, y fue hecha por un grupo de treinta o cuarenta
indios que movían rápidamente sus agudos machetes. La 'acompañó y siguió
inmediatamente una intensa labor fotográfica. Unas pocas de las quinientas
fotografías que tomé se Incluyen en este volumen. Todas se encuentran en el
archivo de la biblioteca de la Universidad de Yape, en la National Geographic
Society y en la Hispanic Society of América.
El extensivo
aclaramiento que pudimos realizar en aquella época y la exploración
subsiguiente de la región como también el aclaramiento realizado en años
recientes por varios grupos de arqueólogos, nos permiten estar seguros de que
ésa era indudablemente la ciudad más grande en la provincia, además de ser un
importante santuario incaico.
Del Libro Machu Pichu, La Ciudad Perdida de los
Incas.
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